domingo, 10 de junio de 2012

Beato Papa Juan Pablo II



Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad.
De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia.
Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado».
¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza».
Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio.
Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.
¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Tantas veces nos has bendecido desde esta plaza. Santo Padre, hoy te pedimos, bendícenos. Amén.
Benedicto XVI. Roma, 1 de mayo de 2011
 

Pensamientos : Beato Juan Pablo II, el Grande


La oración es el vínculo que nos une en la forma más eficaz. Y es a través de la oración en la que los creyentes se encuentran en un estado donde se superan desigualdades, incomprensiones, la amargura y el enfrentamiento. Ese estado es ante Dios, el Señor y Padre de todos nosotros.
Beato Juan Pablo II, el Grande.
Enlaces relacionados:La coronilla de la Divina Misericordia Lo que le pido a DiosEl camino de Emaús

Frases Del Beato Juan Pablo II


JPII
¡No tengáis miedo! ¡Llevad por doquier, a tiempo y a destiempo, la potencia de la Cruz para que todos, también gracias a vosotros, puedan seguir viendo y creyendo en el Redentor del hombre!.

Cómo han cambiado los jóvenes de hoy con respecto a los de hace veinte años. ¡Cómo ha cambiado el contexto cultural y social en el que vivimos! Pero Cristo no, ¡Él no ha cambiado! Él es el Redentor del hombre ayer, hoy y siempre!.

Si vuestra fe depende únicamente de fragmentos de tradición, de buenos sentimientos o de una genérica ideología religiosa, no seréis capaces de 
aguantar el choque con el ambiente.

No es suficiente “hablar” de Jesús a los jóvenes universitarios: hay que hacer que lo “vean” a través del testimonio elocuente de la vida.

la Reconciliación comporta «una purificación, tanto en los actos del penitente que abre su conciencia porque advierte una gran necesidad de ser perdonado y regenerado, como en la efusión de la gracia sacramental que purifica y renueva.

Una parroquia evangelizadora debe ser ante todo una parroquia en la que sus diferentes miembros, ministerios y carismas, viven en comunión.
Para el creyente, Cristo es el «intérprete» de la historia.

Los jóvenes son la esperanza de la humanidad: tienen que poder crecer, por tanto, en un clima de constante y concreta educación en la paz.

Cuanto más se vive en Cristo, mejor se sirve a Cristo en los demás, llegando incluso a los lugares más lejanos para realizar la misión y afrontando los mayores desafíos.

Sólo con la fidelidad alegre a Cristo y con una atrevida proclamación de Él como Señor –un testimonio arraigado en su mandamiento de ir y hacer discípulos a todas las gentes– podréis ayudar a los demás a conocerle a él.

En un mundo en el que las sombras de pobreza, injusticia y secularismo se ciernen sobre todos los continentes, es más urgente que nunca la necesidad de auténticos discípulos de Jesucristo.

Encontrad en Cristo crucificado y resucitado el valor para evangelizar a nuestro mundo tan probado por divisiones, odios, guerras, terrorismo, pero lleno de recursos humanos y espirituales.

El enfermo, en estado vegetativo, en espera de recuperarse o del final natural, tiene por tanto derecho a una asistencia sanitaria básica (alimentación, hidratación, higiene, calefacción, etc.), y a la prevención de las complicaciones ligadas a su estado.

Nuestros hermanos y hermanas que se encuentran en la condición clínica de “estado vegetativo” conservan toda su dignidad humana. La mirada amorosa de Dios Padre sigue posándose sobre ellos, reconociéndoles como hijos suyos, particularmente necesitados de asistencia.

La falta de «calidad de la vida» no constituye un motivo para provocar la muerte a una persona, por el contrario, debe llevar a una obra de ayuda y 
asistencia amorosa a quienes rodean al enfermo.

Madre de Cristo, que se revele una vez más, en la historia del mundo, la infinita potencia salvadora de la Redención: ¡potencia del Amor misericordioso! ¡Que éste detenga el mal! ¡Que transforme las conciencias! ¡Que en tu corazón Inmaculado se revele para todos la luz de la esperanza!
Contemplemos a Cristo crucificado que ha redimido a la humanidad, cumpliendo hasta el final la voluntad del Padre.

En el Calvario, en los últimos instantes de vida, Jesús nos confió a María como Madre y nos entregó a ella como hijos.

En este tiempo amenazado por la violencia, por el odio y por la guerra, testimoniad que Él y sólo Él puede dar la verdadera paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la tierra.

Esforzaos por buscar y promover la paz, la justicia y la fraternidad. Y no olvidéis la palabra del Evangelio: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Con María, la sierva del Señor, descubriréis la alegría y la fecundidad de la vida oculta. Con Ella, la discípula del Maestro, seguiréis a Jesús por las calles de Palestina, convirtiéndoos en testigos de su predicación y de sus milagros. 

Con Ella, Madre dolorosa, acompañaréis a Jesús en su pasión y muerte. Con Ella, Virgen de la esperanza, acogeréis el anuncio gozoso de la Pascua y el don inestimable del Espíritu Santo.

María es Madre de la divina gracia, porque es Madre del Autor de la gracia. ¡Entregaos a Ella con plena confianza!.

Pero sabed que en los momentos difíciles, que no faltan en la vida de cada uno, no estáis solos: como a Juan al pie de la Cruz, Jesús os entrega también a vosotros su Madre, para que os conforte con su ternura.

En la Cruz, el Hijo puede derramar su sufrimiento en el corazón de la Madre. Todo hijo que sufre siente esta necesidad.

La Anunciación marca el inicio, la Cruz señala el cumplimiento. En la Anunciación, María dona en su seno la naturaleza humana al Hijo de Dios; al pie de la Cruz, en Juan, acoge en su corazón la humanidad entera. Madre de Dios desde el primer instante de la Encarnación, Ella se convierte en Madre de los hombres en los últimos instantes de la vida de su Hijo Jesús.

La estrecha relación entre fe y salvación, que Jesús puso de relieve durante su vida pública (cf. Mc 5, 34; 10, 52; etc.), nos ayuda a comprender también el papel fundamental que la fe de María ha desempeñado y sigue desempeñando en la salvación del género humano.

El acto de fe de María nos recuerda la fe de Abraham, que al comienzo de la antigua alianza creyó en Dios, y se convirtió así en padre de una descendencia numerosa.

María, asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros primeros padres, aparece como la verdadera «madre de los vivientes» (ib.). Su maternidad, aceptada libremente por obediencia al designio divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera

Para María, la entrega a la persona y a la obra de Jesús significa la unión íntima con su Hijo, el compromiso materno de cuidar de su crecimiento humano y la cooperación en su obra de salvación.

A María se la proclama la primera discípula de su Hijo (cf. ib.) y, con su ejemplo, invita a todos los creyentes a responder generosamente a la gracia del Señor.

Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El «sí» de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó para la salvación del mundo.

La oración, el estudio, la vida comunitaria, bien armonizados en el proyecto formativo y vividos con fidelidad y generosidad en la existencia concreta de vuestro Seminario, son los caminos por los que el Señor esculpe en vosotros, día tras día, la imagen de Cristo, Buen Pastor.

Sólo en una familia auténtica, unida duraderamente y amorosa, los hijos pueden alcanzar la sana madurez, sacando ejemplo de amor gratuito, de fidelidad, de entrega recíproca y de respeto por la vida.

La solemnidad de San José, exhorta a las familias de hoy, confortadas por el ejemplo de María y José, quienes con amor atendieron al Verbo encarnado, a inspirarse en su estilo de vida para tomar las decisiones cotidianas de vida y las fuerzas para superar las dificultades.

Ser “testigo de Cristo” en palabras y obras es una responsabilidad que comparten todos los bautizados y que implica diferentes condiciones.

La difusión de ideologías en los diferentes campos de la sociedad llama a los cristianos a un nuevo salto de calidad en el campo intelectual para proponer reflexiones vigorosas que presenten a las jóvenes generaciones la verdad sobre el hombre y sobre Dios, invitándoles a profundizar en una comprensión de la fe cada vez más aguda.

Más allá de las crisis de civilización, de los relativismos filosóficos y morales, los pastores y los fieles deben tener en cuenta los interrogantes y las aspiraciones esenciales de los seres humanos de nuestro tiempo, para dialogar con las personas y los pueblos y proponer el mensaje evangélico y la persona de Cristo Redentor

Dios omnipotente y misericordioso, no te puede comprender quien siembra discordia, no te puede acoger quien ama la violencia, mira nuestra dolorosa condición humana, probada por crueles actos de terror y de muerte, consuela a tus hijos y abre nuestros corazones a la esperanza para que nuestra época pueda conocer días de serenidad y paz.

En la resurrección de Cristo está la certeza de la vida eterna.

Redescubrir el valor de la Cruz de Cristo para hacer de ella el centro inspirador de la propia vida: esta es la característica fundamental de su espiritualidad.
Anunciar a Cristo es hacer experimentar a cada uno, pero especialmente a quien sufre de pobreza espiritual y material, la ternura y la misericordia divina.
Que el camino cuaresmal que estamos recorriendo os lleve, queridos jóvenes, a una fe en Cristo cada vez más consciente; aumente en vosotros, queridos enfermos, la esperanza en Cristo crucificado que nos apoya en la prueba; os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer de vuestra vida familia una misión de amor fiel y generoso.

La violencia no tiene la última palabra. La respuesta del creyente es el perdón y la paz.

Los líderes, incluidos los de la esfera comercial, tienen el desafío de testimoniar el poder liberador y transformador de la verdad cristiana, que nos inspira a poner nuestros talentos, nuestras capacidades intelectuales, nuestras posibilidades persuasivas, nuestra experiencia y nuestras habilidades al servicio de Dios, de nuestro prójimo, y del bien común de la familia humana.

Una sana globalización, llevada a cabo en el respeto de los valores de las diferentes naciones y grupos étnicos, puede contribuir significativamente a la unidad de la familia humana y puede permitir formas de cooperación que no 

son sólo económicas sino también sociales y culturales.
Dios se sirve de la amistad humana para llevar los corazones al manantial de la caridad divina . Sentíos responsables de la evangelización de vuestros amigos y de todos los de vuestra edad.

Amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante el bien del otro al bien propio.

 Picha la foto del Papa Juan Pablo II y te llevará al Vaticano su sitio:
 Ioannes Paulus PP.II 16.X.1978 - 2.IV.2005


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