domingo, 12 de agosto de 2012

“Quien ha bebido del vino viejo…” (Lc 5,39)



P. Gabriel Bunge



Si bien no es mi intención escribir un estudio histórico o patrístico sobre el tema de la oración, en las páginas que siguen haremos siempre referencia a los “santos padres” de la Iglesia antigua. Este continuo volver a “lo que era desde el principio” necesita de una justificación, en este tiempo en el cual presentar algo de manera novedosa es considerado, de buen grado, un criterio de valor. Bien, aquí no presentamos al lector de finales del siglo veinte la última de las novedades con respecto a la oración, sino lo que “nos han transmitido aquellos que desde el principio han sido testigos oculares y servidores de la Palabra” (Cf. Lc 1,2). ¿Por qué esta gran consideración por la “tradición” y este valor extraordinario atribuido al “principio”? O también, con un tono más personal, dirigiendo la pregunta al autor de estas líneas: ¿por qué él no habla más bien de la propia experiencia en vez de atrincherarse continuamente detrás de los “santos padres”? Podría, entonces, ser útil exponer ante todo con qué “espíritu” han sido escritas estas páginas y cómo deben ser leídas, cómo por tanto podría ser útil esclarecer en un contexto más amplio en el cual también la oración debe estar y desde el cual debe partir, y desde el único lugar en la que ella puede ser entendida de modo justo.
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“Lo que era desde el principio” (1 Juan 1,1)
El continuo volver a la palabra de los santos padres tiene su fundamento en la naturaleza y en el sentido de lo que los más antiguos testimonios del tiempo apostólico, es decir, de la misma Sagrada Escritura, llaman “tradición” (parádosis). El concepto es ambiguo y, análogamente, es ambivalente la posición de los cristianos en relación a las “tradiciones”. El valor de una “tradición” –en el ámbito de la revelación- depende esencialmente de su “origen” (arché) y de la relación que ella tiene con este origen.
Hay simples “tradiciones humanas”, cuyo origen no es Dios, incluso si ellas pueden con cierto derecho referirse a él, como es el caso del divorcio sancionado por la ley mosaica. “Pero desde el principio (ap’ arches) no fue así” (Mt 19,8), ya que Dios, originariamente, había unido al hombre y a la mujer en una inseparable unidad (Gen 2, 24). Cristo rechaza tales tradiciones humanas, ya que ellas mantienen lejos al hombre de la real voluntad de Dios (Mt 15, 1-20), es decir, la “originaria” y la real voluntad del Padre que el pecado original con todas sus consecuencias ha oscurecido. En definitiva, está en esto la característica de los discípulos de Cristo: que él no se atiene a estas “tradiciones de los antiguos”.
Muy distinta es, en cambio, la relación con las tradiciones que se remontan a lo “que era desde el principio”, es decir, a aquellos “mandamientos antiguos que nosotros tenemos desde el principio” (Cf. 1 Juan 2, 7), desde cuando Cristo los entregó a sus discípulos. De modo confiable, esto “ha sido transmitido a nosotros desde aquellos que desde el principio han sido testigos oculares y servidores de la Palabra” (Lc1,2), es decir, los apóstoles, los cuales, desde “el inicio del evangelio” (Mc 1,1), desde el bautismo de Juan (Hechos 1,21-22) y, también, desde la manifestación de Jesús como el Cristo, “han estado con él” (Juan 15, 27).
Estas “tradiciones que nosotros hemos aprendido” es necesario que “sean mantenidas” (2 Ts 2,15; cf. 1 Cor 11,2), si no se quiere perder la comunión con el “inicio” mismo. No hay ningún “otro evangelio”, pues, si no aquel que ha sido anunciado a nosotros desde el principio. Aunque lo trajese incluso “un ángel del cielo”, no sería el “evangelio de Cristo” (Gal 1, 6-8).
Naturaleza y sentido de la verdadera tradición consisten, en efecto, en el estar y en el conservar la comunión con los “testigos oculares y los servidores de la Palabra” y, mediante ellos, con Aquel del cual ellos dan testimonio.
“Esto que era desde el principio,
lo que hemos oído,
los que nosotros con nuestros ojos hemos visto,
lo que hemos contemplado
y que nuestras manos han tocado,
a saber el Verbo de vida…
nosotros lo anunciamos también a ustedes,
a fin de que también ustedes estén en comunión con nosotros.
Y nuestra comunión [es comunión]
con el Padre y con su Hijo, Jesucristo.” (1 Juan 1, 1-4)
Esta “comunión” (koinonía) –de los creyentes entre ellos y con Dios- es lo que la Escritura llama “iglesia” y “cuerpo de Cristo”. Ella abraza todos los “miembros” de este cuerpo, los vivos como los que ya han “muerto en el Señor”. En efecto, es tan estrecho el vínculo de los miembros entre ellos y con el cuerpo, que los muertos no son “miembros marchitos”, ya que “todos viven para Dios” (Lc 20, 38).
¡Quien quiere estar “en comunión con Dios” no puede por esto jamás prescindir  de los que ya antes que él han sido hechos dignos  de esta comunión! Al creer en su “predicación”, aquel que nació después,  entra verdaderamente en aquella comunión de la cual aquellos “testigos oculares y servidores de la Palabra”, ya “desde el principio” y para siempre, son parte viva. Por esto, es verdadera “Iglesia de Cristo” solamente la iglesia que está en la ininterrumpida, viva comunión con los apóstoles, sobre la cual el Señor ha fundado su iglesia (Ef 2,20).
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Lo que aquí se ha dicho con respecto a la custodia del “buen depósito” (2 Tm 1,14) de la tradición apostólica, tal como ella ha sido fijada en los escritos de los apóstoles, vale también, de modo análogo, para aquellas “tradiciones primitivas, no escritas” [1], que, si bien, no están directamente contenidas en los testimonios apostólicos, no por esto tienen un origen apostólico menor: en efecto, “escritas” o “no escritas”, “ambas tienen el mismo valor para la piedad” [2].
Ambas formas de tradición apostólica poseen lo que se podría llamar “la gracia de los orígenes”, porque en ellas ha tomado forma el “buen depósito” que nos ha sido confiado desde el principio. Más adelante veremos de modo detallado en qué consiste esta “tradición no escrita”. Aquí queremos sólo presentar la pregunta sobre el modo en el cual los mismos padres han entendido su fidelidad en relación a los “orígenes”.
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La misma postura que Basilio el Grande demuestra en relación con la tradición eclesial, la encontramos en su alumno Evagrio Póntico con respecto a las tradiciones espirituales del monaquismo. Así, él escribe al monje Eulogio para aclararle algunos interrogantes sobre la vida espiritual:
“No en virtud de obras que nosotros hemos cumplido” (Tt 3,5) hemos llegado a esto, sino porque tenemos “el ejemplo de las saludables palabras” (2Tm1,13) que hemos oído de los padres, y porque nos hemos vueltos testigos de alguna de sus acciones.
Pero todo es gracia de lo alto, que incluso a los pecadores muestra los ataques de los seductores, y que, por seguridad, también dice: “¿Qué posees que tú no hayas recibido?”, a fin que, mediante el recibir, nosotros agradezcamos al dador, de modo que no nos atribuyamos a nosotros la gloria del honor y no escondamos el don. Por esto ella dice: “Si tú, pues, has recibido, ¿por qué te vanaglorias como si no hubieses recibido? Ya se han hecho ricos, ustedes que están desprovistos de obras; ustedes que han comenzado a enseñar, ya se “han saciado”. [3]
El primer motivo, por el cual no nos presentamos como “maestros”, está pues en el humilde reconocimiento de la elemental realidad de que todos nosotros hemos recibido. Aquellos “padres” a los cuales Evagrio se refiere aquí son, entre otros, a su mismo maestro Macario el Grande y su homónimo, el Alejandrino: mediante ellos él se había unido con quien es “primicia  de los anacoretas”, Antonio el Grande, y, mediante él, con los orígenes mismos del monaquismo. En otro pasaje Evagrio lleva más lejos su pensamiento:
Es también necesario interpelar los caminos de los monjes que nos han precedido de modo recto y conformarnos con ellos, ya que se encuentran muchas cosas bellas que han sido dichas y cumplidas por ellos. [4]
El “ejemplo de las palabras saludables” de los padres y sus “bellas obras” son pues un modelo –también este significado expresa la palabra griega hypotýsis, traducida como “ejemplo”- al cual necesita conformarse. Precisamente  este es el motivo por el cual ya desde muy pronto, no solo se comenzó a recoger las “Palabras y hechos de los padres”, sino también a citarlos permanentemente. Además, en occidente, Benito de Nurcia no pensaba de modo distinto, cuando, más allá de la propia “Regla para principiantes”, refiere expresamente a la doctrinae sanctorum Patrum como norma vinculante para todos los que tienden a la perfección [5].
El estudio de los santos padres no puede pues jamás, para un cristiano, permanecer solo como patrología científica, la cual no tiene necesariamente la tarea de influir sobre la vida del estudiante. El ejemplo de los santos padres, sus palabras y sus hechos, son en cambio un modelo que exige ser imitado. Evagrio nos explica el porqué de esta afirmación:
Se señala a los que quieren caminar sobre la “vía” de Aquel que ha dicho: “Yo soy el camino y la vida” (Juan 14,6), aprender de los que ya anteriormente han caminado sobre ella y entretenerse con ellos sobre lo que es de provecho y escuchar de ellos lo que nos ayuda, para no introducir algo extraño en nuestro camino. [6]
El no conformarse al ejemplo de los santos padres, por seguir el propio camino, esconde en sí el peligro de “introducir algo que es extraño a nuestro camino”, es decir “que es absolutamente extraño a la vida monástica” [7], porque no han sido  “probadas” y juzgadas “buenas” por los “hermanos” [8] “que nos han precedido de modo recto”. Quien actúa así se expone al peligro de alejarse de aquel “camino” de los padres, o más bien “de extraviarse del camino de nuestro Redentor” [9] y, con esto, de alejarse del Señor, el “Camino” por excelencia.
La referencia a lo que “los hermanos han probado como lo mejor” hace rápidamente evidente que no todo lo que los padres han hecho debe ser imitado, por más “bello” que sea, ni siquiera si el padre fuese el mismo Antonio el Grande. Ninguno ose imitar sus formas extremas de anacoresis, si no quiere convertirse en un hazmerreir de los demonios [10]. Ya los mismos padres sabían distinguir muy bien entre carismas personales y “tradición”.
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El sentido y la esencia de la custodia de la “tradición” son, pues, tanto para los padres como para los primeros “testigos oculares y servidores de la Palabra”, no un atenerse estúpidamente a lo que es tradicional, sino un conservar una comunión plena de vida. Quien quiere estar en comunión con el Padre, puede obtenerla solo pasando por el “camino” del Hijo. Y se llega al Hijo solo a través de aquellos “que han recorrido el camino antes que nosotros” y se han así vuelto parte viva de este “camino”. Los primeros que se han convertido son los apóstoles por ser  “testigos oculares de la Palabra”. “A fin de que ustedes estén en comunión con nosotros”, escribe Juan de modo muy preciso, mientras Evagrio llama justamente también “camino apostólico” [11] aquel “camino” de la praktiké (“vida activa”) que él ha tomado de los padres. “Caminos” son, por tanto, todos aquellos padres en la fe “que nos han precedido de modo recto”. Sólo quien sigue personalmente sus “huellas” puede esperar llegar como ellos a la meta de esta vida [12].
No es suficientemente pues referirse al “espíritu de los padres” –por otra parte difícil de definir- y tampoco “hablar con complacencia de sus obras” en toda ocasión, si luego se deja todo como antes. Es necesario en cambio buscar “realizar entre duras fatigas” estas mismas obras [13], si se quiere hacerse partícipe de su comunión.
Solo a partir de aquí el título de “primicia (aparché) de los anacoretas” [14], que Evagrio atribuye al “justo Antonio” [15], adquiere plenamente su significado profundo. Antonio el Grande es sí el primer anacoreta en orden de tiempo, pero esto no tendría especial importancia, si él no fuese también “primicia”. En efecto, la “primicia”, por ser “santa”, “santifica toda la masa”, así como la “raíz santa santifica las ramas” (Rom 11,16), con tal que estos persistan en una viva comunión con ella. El “inicio” (arché) posee, en efecto, por ser puesto por el Señor mismo, una gracia particular, y precisamente la “gracia de la primordialidad”, del “principio normativo”, que no solo está al inicio desde un punto de vista temporal, sino que pone el sello de la autenticidad a todo lo que persiste en comunión viva con él.
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En el permanecer fiel a la comunión viva con lo “que era desde el principio”, el hombre, ligado al espacio y al tiempo, entra en el misterio de aquel que, libre de estas limitaciones, “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hebreos 13,8), es decir, del Hijo, que es “en el principio” (Juan 1,1) en sentido absoluto. Más allá del espacio y del tiempo, esta comunión crea continuidad e identidad en medio de un mundo que está sometido a una constante transformación.
Ni el hombre como individuo, ni la iglesia como totalidad nunca tienen por sí mismos la capacidad de realizar este permanecer-idénticos-a-sí-mismos. La “custodia del buen depósito” es siempre fruto de la actividad del “Espíritu Santo que habita en nosotros” (2 Tm 1,14) y allí “da testimonio” (Juan 15, 26) del Hijo. Él es además aquel que, no solo nos “introduce a la verdad toda entera” (Juan 16,13), sino que también nos permite, en el curso del tiempo, reconocer de modo seguro en el testimonio de los discípulos el testimonio del mismo Maestro (Cf. Lc 10,16).
Feliz el hombre que conserva los mandamientos del Señor,
y santo aquel que custodia las palabras de sus padres. [16]

[1] Evagrio, Mal. Cog. 33 r.l.
[2] Basilio, Spir. Sancto XXVII, 66, 4.
[3] Evagrio, De vitiis quae opposita sunt virtutibus I (PG 79, 1140 B-C). La cita es de 1 Cor 4, 7.8.
[4] Evagrio, Pr. 91.
[5] RB 73,2
[6] Evagrio, Ep. 17,1.
[7] Evagrio, Ant. I, 27.
[8] Evagrio, Mal. Cog 25.
[9] Ibid. 14.
[10] Ibid. 25.
[11] Evagrio, Ep. 25,3
[12] Cf. Evagrio, Pr. Prol. [9]
[13] Evagrio, Eulog. 16.
[14] Evagrio, Mal. cog. 25
[15] Evagrio, Pr. 92
[16] Evagrio, Mon. 92

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