miércoles, 9 de enero de 2013

Convertidos


Vamos a ver algunos de los ateos convertidos más famosos para ver qué mensajes nos dan. Ellos vivieron lejos de Dios y encontraron después en Él, la alegría y el sentido de su vida.
Agustín María Schouwaloff nació en 1804 en San Petersburgo, Rusia. Escribió el libro de su camino espiritual, titulado Mi conversión y mi vocación sacerdotal. Fue educado en la Iglesia ortodoxa griega. Su madre rezaba mucho por su conversión, pues él era prácticamente ateo. Uno de los libros que más le ayudaron fue el libro de las Confesiones de san Agustín. Al morir su esposa, él se hizo sacerdote católico.
Illemo Camelli, convertido italiano, había sido socialista y ateo revolucionario, aunque había hecho de niño la primera comunión. Una conversación con el capuchino Padre Comini, le abrió su espíritu a Dios y a la Iglesia. Un día, como por intuición, descubrió a Dios y sintió algo nuevo en su corazón. Dice así: Vi, comprendí y amé. Dios es la fuerza inescrutable, oculta en todas las cosas. Él crea y sostiene la vida. Cuando en la tarde de ese mismo día, guiado por la providencia, leí las palabras del Apóstol: “En Él vivimos, nos movemos y existimos”, quedé como sin aliento, paralizado por la embriaguez de espíritu y golpeando mi frente con la mano, caí de rodillas, repitiendo entre lágrimas: “Oh Dios, Oh Dios, Oh Dios”. Tenía a Dios. Tenía la vida. Había pasado meses y meses en una apatía de pantano y, de repente, mi cerebro alcanzó una frescura y agilidad inusitadas. Mil problemas de la vida se me ofrecían y para todos veía una solución nueva, inesperada.
A los 29 años, el día de Navidad de 1905, se ordenó de sacerdote.
Charles de Foucauld (1858-1916) fue educado de niño en la fe católica, pero después de su primera comunión, perdió la fe por causa de los malos amigos. Y dice: Yo era un impío, un egoísta. De fe en el alma no me quedaba ni huella.
Se dedicó a la carrera militar, pero fue expulsado por su mal comportamiento a los 22 años. A partir de ahí, llevó una vida de diversión y de placer que no le daba paz a su alma. Una mañana de octubre de 1886, estando en París, fue a la iglesia de san Agustín y le pidió al Padre Huvelin que le ayudara a encontrar la paz. El Padre Huvelin le dijo que se arrodillara y se confesara. Después de una larga conversación, aceptó confesarse y así comenzó para él una nueva vida, buscando a Dios con desesperación.
Quiso entrar de trapense en la abadía de Nuestra Señora des Neiges y después en la trapa de Akbes en Siria. Pero se dirigió a Palestina, donde estuvo un tiempo viviendo en Nazaret y Jerusalén, siendo empleado de las religiosas clarisas. Después volvió a Francia para prepararse al sacerdocio, que recibió el 9 de junio de 1901, a los 42 años.
Decía: En cuanto creí que existía Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él. Ordenado sacerdote, se fue a vivir entre las tropas francesas del Sahara, primero en Beni-Abbes. Allí rescató esclavos y atendió a los enfermos, ayudando todo lo posible a los naturales, además de ser capellán de los soldados. Lo llamaban el hermano universal, porque era sacerdote y hermano para todos.
Después se fue a vivir entre los tuáregs de Tamanrasset, tratando de acercarlos a Dios, respetando sus costumbres. A ellos también les ayudaba con sus conocimientos médicos, curando enfermos. Y el tiempo libre lo dedicaba a estar a solas en oración ante Jesús Eucaristía. Decía: ¡Qué delicia tan grande, Señor, poder pasar quince horas sin nada más que hacer que mirarte y decirte: Te amo! Allí lo asesinaron el 1 de diciembre de 1916. Cuando lo encontraron muerto, la custodia, con la hostia consagrada, estaba tirada en la arena a su lado.
Actualmente, hay discípulos y seguidores de Charles de Foucauld en varios países del mundo y, concretamente, en el oasis de Beni-Abbes. Son los hermanitos y hermanitas de Foucauld.
Pierre Lecompte de Noüy (1883-1947), biólogo francés, que se alejó totalmente de Dios. Escribió el libro de su conversión titulado L’avenir de L’esprit (El porvenir del espíritu), que publicó en 1941.
Joannes Joergensen (1866-1956), danés y uno de los más grandes escritores católicos del siglo XX. En su conversión le ayudaron mucho otros dos convertidos: Mogens Ballin y Verkade, que llegó a ser monje benedictino. En su Diario de Asís cuenta su conversión. Escribió algunos libros sobre vidas de santos.
Eva Lavallière (1866-1929), famosa artista de teatro, que se convirtió de su vida mundana y se hizo terciaria franciscana.
Charles Nicolle (1866-1936), francés, premio Nóbel de Medicina. Su llegada a la fe tuvo mucho que ver con la amistad con el jesuita Padre Le Portois. Con él tuvo muchas conversaciones aclaratorias, que describe en su obra La destinée humaine (El destino humano). Se reconcilió con la Iglesia, en la que había sido bautizado de niño, el 22 de agosto de 1935.
Henri Ghéon (1875-1944) era médico francés. En la primera guerra mundial, al ver tanta muerte y destrucción, empezó a rezar el Padrenuestro y, poco a poco, regresó a la fe católica de su infancia. Al terminar la guerra, en 1919, publicó el libro de su conversión L’homme né de la guerre (El hombre nacido de la guerra). Se hizo terciario dominico.
Joris-Karl Huymans (1848-1907), gran escritor francés, gustaba ir a las abadías benedictinas a encontrar un poco de silencio y paz. Y allí, comenzó a sentir la presencia de Dios. En su libro En route (En camino), publicado en 1895, narra su conversión. También escribió el libro Las multitudes de Lourdes, donde habla de las maravillas de Lourdes. Se hizo oblato benedictino.
Evelyn Waugh (1903-1966), uno de los escritores ingleses más conocidos. Educado en una familia protestante, quiso ser pastor, pero perdió la fe a los 16 años. Sus conversaciones con el Padre Martín C. d’Arcy lo llevaron a la Iglesia.
Peter Wust (1884-1940), filósofo alemán, volvió a la Iglesia en la Pascua de 1923. Y dice: Desde el día de mi retorno al redil, todo escepticismo fue barrido de un golpe. Desde aquel día fui de nuevo ingenuamente creyente como un niño . Escribió el libro de su conversión titulado Unser Weg zur Kirche (Nuestro camino a la Iglesia).
Daniel Rops (1901-1965) fue un gran escritor francés, que en 1955 entró a formar parte de la Academia francesa. Escribió muchas obras para llevar la fe católica a las grandes mayorías. Fue poeta, novelista e historiador. Su principal obra fue Historia de la Iglesia de Cristo en 9 volúmenes. Es importante leer sobre su camino espiritual, el libro Sourvenirs et pensées (Recuerdos y pensamientos) .
Leonard Cheshire fue el más famoso piloto de la RAF (fuerza aérea inglesa), durante la segunda guerra mundial y recibió la Cruz de la Victoria. Fue el que tiró la bomba atómica sobre Nagasaki el 9 de agosto de 1945. Inmediatamente después, pidió la baja de la RAF y se dedicó a fundar casas para acoger a enfermos y hacer campañas contra la guerra. Fue recibido en la Iglesia católica el día de Navidad de 1948 y todas las semanas organizaba viajes aéreos a Lourdes durante el verano. Fue un católico activo y comprometido. Fred Copeman (1907-1983), inglés, expulsado de la Armada británica por indisciplina, se hizo comunista. Fue jefe de la brigada inglesa de 400 hombres que luchó contra Franco en la guerra civil española de 1936. En 1938, como miembro del partido comunista inglés, visitó Rusia y su desilusión le hizo dejar el partido comunista. Fue miembro del partido laborista inglés. En su Autobiografía, titulada Reason in revolt (Razón en revuelta), explica los caminos de su vida. Sus conversaciones con el sacerdote jesuita Martindale lo llevaron a la conversión. Se bautizó pocos días antes de la Navidad de 1946.
Adolfo Retté (1863-1930), gran escritor, poeta y periodista, muy conocido en Francia en los primeros años del siglo XX. Él nos cuenta: Apenas llegado a la edad adulta, llegué a ser ateo convencido, un materialista militante. Me uní a los enemigos de la religión y tomé parte en todas sus acciones abominables. Desde los 18 años, comencé un período de locuras y desórdenes, de los cuales me horrorizo y reniego de todo corazón… En todas partes de Francia sembraba el odio a la Iglesia católica e insultaba a Cristo, a quien llamaba, con desprecio, el galileo.
Y siguió por mucho tiempo con su vida licenciosa con una mujer de ojos negros. Pero estaba insatisfecho consigo mismo. Un día de 1905, se fue a dar un paseo por el bosque y se puso a leer los primeros cantos sobre el purgatorio de la Divina comedia de Dante. De improviso, le vienen dudas: ¿No podría ser cierto lo que dice la Iglesia católica de que, cuando un pecador se arrepiente de sus pecados, llega a ser digno del cielo? ¿Será verdad que Dios existe? ¿Y si existe Dios?
Aquella misma tarde, le va a visitar un escritor, amigo suyo, que estaba dudando de regresar a la Iglesia católica. Él trata de disuadirlo y, cuando se va su amigo, se pone a escribir un artículo para el periódico anticlerical. Pero, en la noche, no puede dormir y se levanta de madrugada, va a su oficina y rompe en pedacitos el artículo escrito. Y dice: Sentí una gran paz y una gran alegría, y me dormí tranquilo.
Sigue con sus luchas internas. Un día, en sus paseos por el bosque, piensa en los científicos y en los filósofos que, para explicar el universo, dan diversas hipótesis, que vienen continuamente descartadas por otras nuevas; sin embargo, la enseñanza de la Iglesia católica permanece inmutable. Sus dogmas comenzaron con su fundación y están de alguna manera en los evangelios. Todo esto no se explica humanamente, pues la humanidad fluctúa en diversas posiciones continuamente. ¿Y, si la Iglesia católica, realmente, ha nacido de una revelación divina, y Dios existe?
Apenas pronunció estas últimas palabras, sintió una liberación y una gran paz de espíritu. Hubiera querido correr a un sacerdote para abrirle su alma, pero tenía miedo, vergüenza y temor de enfrentarse con la verdad.
En 1906, regresó a París y comenzó a frecuentar los salones mundanos, pero se sentía insatisfecho, vacío y triste por dentro, hasta el punto que la idea del suicidio le rondaba cerca. Una tarde, decide entrar en la catedral Notre Dame, que estaba casi desierta, pero se queda en la puerta y dice: Dios mío, ten piedad de mí, aunque sea un grandísimo pecador. Ayudadme.
En setiembre de 1906, visita el santuario de Cornebiche y le dice a la Virgen: Algo me ha empujado a venir aquí. Hasta ahora, nunca te he invocado. A ti, a quien los fieles te invocan, acudo para que le pidas a tu Hijo que me diga qué debo hacer. Entonces, oye una voz dulcísima en el interior de su alma, que le dice: Vete a encontrar un sacerdote. Libérate del fardo que te aplasta y entra sin miedo en la Iglesia católica.
Regresa a París y otro poeta y escritor amigo suyo y ferviente católico, Francisco Coppée, lo lleva a visitar a un sacerdote de san Sulpicio. Era un sacerdote anciano, con los ojos llenos de luz y con el rostro sereno y amablemente sonriente, con el cual se confesó. Era el 12 de octubre de 1906.
Al regresar a su casa, se sentía liberado y exclamó antes de acostarse: Madre de mi Dios, me confío completamente en vuestras manos. Presentad mi alma a vuestro Hijo. A partir de ese momento, su vida se convierte en un canto de alegría. Y después de su primera comunión, dice: ¿Por qué no se puede detener el tiempo en esta hora solemne de calma e inocencia? Después de mi primera comunión, vivo en una especie de sueño luminoso. Todos mis pensamientos son para el Señor. Veo el universo con nuevos ojos.
Había encontrado la paz, que tanto necesitaba, sin la cual no podía ser feliz. En 1907, escribió el relato de su conversión con el título Du diable a Dieu (Del diablo a Dios). En su libro Milagros de Lourdes, manifiesta un gran amor por María, nuestra Madre.
Takashi Nagaï (1908-1951), médico radiólogo japonés, escribió su vida en el famoso libro Las campanas de Nagasaki. Se había dejado seducir por el materialismo ateo durante sus años de estudiante, buscando la verdad solamente en la ciencia. Tuvo la suerte de alojarse, siendo estudiante, en casa de la familia Moriyama, fervorosos católicos, y se casó con una de sus hijas. En junio de 1933 recibió el bautismo. Sobrevivió a la bomba atómica que cayó sobre su ciudad de Nagasaki el 9 de agosto de 1945.
Él cuenta lo ocurrido: Repentinamente el cielo se iluminó por un instante y el resplandor de una luz hizo palidecer el sol de verano. Una columna de humo blanco empezó a subir de la tierra, tomando la forma de una gigantesca seta u hongo. Una luz terrible. No hubo ruido. Pero lo que aterrorizó y heló la sangre fue el soplo inmenso que se escapó de debajo de la nube blanca. A una velocidad aterradora pasó sobre las colinas y los campos arrasándolo todo. Las casas de las cimas cedieron ante su fuerza, y cada árbol del campo fue arrancado de cuajo y sus hojas desaparecieron como por encanto. Se diría que un invisible, pero gigantesco cilindro compresor, trituraba cuanto hallaba a su paso. Un horrible ruido hirió de súbito los oídos de los que presenciamos de lejos tan terrible espectáculo. Nos sentimos levantados, tirados contra una pared de piedra a cinco metros de allí.
Herido en la región de los ojos, creí que había perdido la vista. No era así, pero estaba ensangrentado. Y el edificio entero se había derrumbado. Enterrado entre los escombros, luché denodadamente hasta que terminé por salir por mi propio esfuerzo. El espectáculo que tenía ante mis ojos era apocalíptico. Entre escalofriantes masas de carne, se destacaban lentamente, a rastras, aquellos en los que había una chispa de vida .Empezamos los primeros cuidados, pero nunca me había sentido tan impotente, tan inútil para poder ayudar a aquellos seres humanos destrozados y desgarrados por el dolor.
No podíamos atender a todos los que se agolpaban en torno a los escasos médicos supervivientes. Apenas habíamos mal vendado a uno, cuando se presentaba otro con la misma súplica: ¡Doctor, sálveme!
Jamás me había sentido tan impotente como al mirar el terrible panorama de miedo, de agonía, de muerte y destrucción. No podía hacer nada, absolutamente nada. La sangre me corría por el rostro, desde las sienes hasta la barbilla. Los ojos parecía que me iban a estallar. A veces, queriendo incorporar un cuerpo, para ver si retenía aún señales de vida, se deshacía en mis manos como fango pegajoso. Miré al cielo y oré.
Al día siguiente, siguió curando a los heridos sin darse tregua. El día 11 pudo ir a su casa, pero su casa no existía más y hasta le resultó difícil encontrarla. Buscó entre los restos a su esposa. Estaba calcinada. Recogió sus huesos y vio que, en su mano derecha, tenía un rosario. Había muerto con el rosario en la mano. Más tarde, al remover los restos de su casa, encontró el crucifijo, que la familia de Midori había conservado durante 250 años en medio de las persecuciones. Pudo decir: He sido despojado de todo y sólo he encontrado este crucifijo. El 20 de noviembre, en una misa por todos los difuntos de la ciudad, en la catedral de Urakami, el barrio católico de Nagasaki, dijo en su intervención: El holocausto de Jesucristo en el Calvario, ilumina y confiere significado a nuestras vidas.
Takashi Nagaï fue un gran médico católico, que ofreció sus sufrimientos por la salvación del mundo. Murió a los 43 años, debido a los efectos de las miles de radiografías tomadas sin la debida protección. En 1949 recibió en su casa la visita del Emperador del Japón, reconociéndole sus méritos a favor de la patria.
Giovanni Papini (1881-1956) era ateo convicto y confeso. En 1911, a los 31 años, publicó un libro Las memorias de Dios (Le memorie d’Iddio), en el que ponía irónicamente en boca de Dios estas palabras blasfemas: Hombres: haceos todos ateos, y pronto, Dios mismo, vuestro Dios, os lo pide con toda su alma. En 1912, había publicado Un hombre acabado, en el que ya daba muestras de que su alma estaba desesperada y buscaba una luz. Dice: Todo está acabado, todo perdido, todo cerrado. No hay nada que hacer. ¿Consolarse? No. ¿Llorar? Para llorar hace falta un poco de esperanza. Y yo no soy nada, no cuento nada y no quiero nada. Soy una cosa, no un hombre. Tocadme, estoy frío, frío como un sepulcro. Aquí está enterrado un hombre, que no puede llegar a ser Dios.
Y sigue diciendo: Yo no quiero ni pan ni gloria ni compasión. Pido, humildemente, de rodillas, con toda la fuerza y la pasión de mi alma, un poco de certeza: una pequeña fe segura, un átomo de verdad… Tengo necesidad de algo verdadero. No puedo vivir sin la verdad. No pido otra cosa, no pido nada más, pero esto que pido es mucho, es una cosa extraordinaria, lo sé. Pero lo quiero de todos modos, a todo costo. Sin esta verdad, no consigo vivir y, si nadie tiene piedad de mí, si nadie me puede responder, buscaré en la muerte, la felicidad de la plena luz o la quietud de la eterna nada.
Y Cristo, que lo estaba esperando, le salió al encuentro. No se sabe cuándo, pero debió ocurrir entre 1919 y 1921. Su amigo Domenico Giuliotti, buen católico, le ayudó en este caminar a Cristo. En 1921, ya era un ferviente católico, enamorado de Cristo. Y su amor lo manifestó en su gran obra Historia de Cristo, que quiere ser un acto de reparación por todos sus escritores anticristianos anteriores, en los que había insultado a Cristo con los términos más vulgares. Una vez convertido, le pidió a su hija Viola que buscara todas las copias de sus obras, especialmente, de Las Memorias de Dios para quemarlas.
Y enamorado de Cristo decía: Cristo está vivo. Es una experiencia emocionante, que encuentra todo convertido: Cristo está vivo. Oh Cristo, tenemos necesidad de ti, de ti solo. Tú nos amas… Viniste para salvar, naciste para salvar, te hiciste crucificar para salvar, tu misión y tu vida es la de salvar y tenemos necesidad de ser salvados.
Murió el 8 de julio de 1956, siendo terciario franciscano, después de recibir la unción de los enfermos.
Jacques Maritain (1882-1973), gran filósofo francés, que organizó los círculos tomistas para dar a conocer la doctrina de santo Tomás de Aquino. Fue primero socialista, alejado de Dios y de la religión, hasta que se convirtió con su esposa Raissa, rusa de origen judío, y se bautizó con ella el 11 de Junio de 1906. Fue su padrino León Bloy, que había influido mucho en su conversión. En su libro Cuaderno de notas, que es como un Diario, habla de su compromiso cristiano y de cómo vivía su fe, acudiendo a misa con su esposa todos los días.
Otros grandes convertidos fueron:
Gertrude von Le Fort, alemana, escritora, nacida en 1876; Maximo Acri, oficial italiano, prisionero en varios campos de concentración en la segunda guerra mundial y que se convirtió, al ver la abnegación y sacrificio de los sacerdotes católicos prisioneros; Francisco Orestano (1873-1946), escritor italiano y profesor de Universidad. Otros convertidos italianos y profesores de Universidad fueron también: Ernesto Bertarelli, Federico de María, Armando Carlini, Luis Fantappie, Adolfo Ferrabino, Francisco Carnelutti, Francisco Messina…
María Meyer-Sevenich nació en 1907 de padres católicos alemanes, pero cayó en el comunismo y en el ateísmo. Después de la Segunda guerra mundial se dedicó a la política y fue elegida diputada para la Dieta de la Baja Sajonia.
Dice: El hecho que determinó mi conversión fue más que singular. Mis paseos, casi diarios, me conducían con regularidad a una iglesia de moderno estilo en la que permanecía muy a gusto. Encontraba ahí una paz inédita, un bienestar desconocido, al que me abandonaba sin pensar mucho sobre ello. Creía que se debía simplemente al silencio y tranquilidad del recinto, en el que permanecían silenciosas otras personas. Cuando, después de algunos años, visité nuestras iglesias católicas con la fuerza y entrega de la fe reencontrada, reconocí que aquella paz provenía de la presencia de Jesús Eucaristía, que me había atraído irresistiblemente en los agitados años de mi época marxista…
En 1942 fui detenida por la Gestapo. Fui acusada de alta traición y me preparé a escuchar mi sentencia de muerte, pero eso no ocurrió. Un día, me hallaba sola en mi celda de prisionera sumida en el estudio de un tema científico. De pronto, entendí con súbita claridad: “Dios existe”. Unos minutos después: “Jesucristo es Dios”. Y finalmente: “La Iglesia católica es la única verdadera”. Conservo siempre actual y vivo el recuerdo de mi reacción. No estaba excitada ni conmovida. Había surgido en mi mente la certeza irrefutable sobre estas tres verdades ante las cuales enmudecían todas las dudas y vacilaciones… Medio año después, hice mi confesión general y recibí de nuevo la comunión. A partir de entonces, mi vida ha sido un continuo caminar hacia la Luz. Aun en medio de las miserias y sufrimientos de casi tres años de cautiverio, continuamente en peligro de muerte, en medio de la tremenda prueba de la postguerra, cada vez veía con mayor claridad y aumentaba mi fe .
Alberto Leseur (1861-1950) era un hombre de negocios, agnóstico y antirreligioso, que había querido quitar la fe del alma de su esposa. Y dice: Elizabeth (mi esposa) había orado mucho por mi conversión. En el mes de agosto de 1914, casi cuatro meses después de su muerte, la guerra acababa de declararse y el consejo de administración de la empresa que yo dirigía me confió la misión de salvaguardar la fortuna de la compañía. Yo me puse de acuerdo con el presidente para transportar todo el dinero y cosas valiosas. Debía partir el 31 de agosto, acompañado de mi secretario y de dos mozos, pero, la salida resultó imposible… La víspera, el pánico se había apoderado de París y el éxodo masivo había comenzado. Yo estaba bloqueado en Paris sin poder salir, cuando, al último momento, todo se me facilitó contra todas las previsiones humanas, por un concurso de circunstancias demasiado extraordinarias para que la intervención de lo Alto pareciera innegable… Baste saber que llegamos a Vierzon, donde tomamos un tren para llegar a Bordeaux, después de muchas vicisitudes por Limoges, Perigueaux y Coutras.
A duras penas, habíamos podido entrar en un vagón lleno, donde se iba a decidir el futuro de mi vida… Yo estaba en el tren pensando en los acontecimientos de nuestro país (en guerra), cuando, de repente, una voz interior habló a mi conciencia: “Si tú has podido dejar París de una manera tan inesperada, no creas que sea para salvaguardar tus intereses materiales, que te han sido confiados… Esto era necesario para que te sea posible ir a Lourdes, donde Dios te espera. Lourdes es el verdadero término de tu viaje. Tú debes ir a Lourdes, vete a Lourdes”. Mi primer pensamiento fue de estupor. Yo me preguntaba, si no estaba dormido o era todo un sueño. Yo, sin embargo, estaba bien seguro de que estaba despierto. Me di cuenta de que el tren estaba entre Chateauroux y Limoges, que eran las dos y media de la madrugada y yo me esforzaba en luchar contra aquello que me parecía extravagante; pero, de nuevo, se repitió la misma voz más imperativa. Yo trataba de decirme que eso no era serio, pero la llamada se hacía cada vez más repetida, precisa y determinante. Yo reconocí la voz de Elizabeth y se levantó en mi espíritu como un gran resplandor.
Era lo sobrenatural que tomaba posesión de todo mi ser. Cesé de luchar, y me abandoné, me resigné y tomé la resolución y la promesa de que, después de llegar a Bordeaux para cumplir mi compromiso, iría Lourdes… Sólo a principios de octubre me fue posible ir a Lourdes. Yo llegué a donde: “Dios me esperaba”. No era el Lourdes animado por la multitud de peregrinos, ahora estaba casi vacío, un lugar propicio para la piedad individual. Yo estaba completamente solo, no hablaba con nadie, me aislaba lo más posible. Durante la semana entera, que pasé en esta santa ciudad, viví en el más absoluto recogimiento… Pero yo me sentía acompañado de Elizabeth, aunque invisible. Ella me dirigía y me conducía a Dios…
Una mañana, en la Gruta, al día siguiente de mi llegada, fui súbitamente conquistado. Mi voluntad fue dominada por una voluntad todopoderosa y exterior a mí. Era la acción misteriosa e irresistible de la gracia. Caí de rodillas, movido por esta fuerza superior, y me puse a rezar de todo corazón, suplicando a la Virgen María que pidiera a su divino Hijo que me perdonara, que me diera la fe y me tomara para sí. Yo había sido vencido y, cada día, renovaba esta petición… Disfruté de la dulzura de esos momentos en los que Dios se apodera fuertemente y para siempre del alma… Elizabeth me dirigió también a Lourdes en 1918, donde pasé dos meses para madurar mi vocación religiosa, que debía llevarme a la Orden de Predicadores .
Leseur se hizo sacerdote dominico y vivió hasta su muerte dedicado a la predicación, amando intensamente a María y a Jesús Eucaristía.
Paul Claudel (1868-1955), gran poeta y dramaturgo francés, nació en 1868. Licenciado en ciencias políticas, se dedicó a la carrera diplomática, representando a Francia en diferentes países del mundo. Durante su juventud, estaba totalmente impregnado del materialismo dominante y solamente creía en la ciencia. Vivió en la oscuridad de la falta de fe, creyendo que el universo era gobernado por leyes perfectamente inflexibles y automáticas. Pero en 1886 tuvo lugar el acontecimiento clave de su vida. Él mismo lo narra, veintisiete años después en su libro Mi conversión: Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre Dame (Nuestra Señora) de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes.
Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco… estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.
Entonces, se produjo el acontecimiento clave: en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios.
Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello: “¡Dios existe y está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!” Las lágrimas y sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del “Adeste”, aumentaba mi emoción.
Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror, ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas… La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido, simplemente, es que había salido de él. Un ser nuevo, formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba.
La única comparación que soy capaz de encontrar para expresar ese estado de desorden completo, en que me encontraba, es la de un hombre al que, de un tirón, le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y para mis gustos era lo más repugnante, resultaba, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que, de buen o mal grado, tenía que acomodarme. Al menos, no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible. Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían. Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: “El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres”.
Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar, si volvía a la verdad, me retraían de todo. Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado, en cierta ocasión, a mi hermana Camille. Por primera vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y, a la vez, tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renán la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba, incluso, que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea desmentía con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata, y me abrían los ojos…
Sí, era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero, al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación.
Ah, no necesitaba que nadie me explicara qué era el infierno, pues en él había pasado yo mi “temporada”. Esas pocas horas bastaron para enseñarme que el infierno está allí, donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo, después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?
En una carta que escribió en 1904 a Gabriel Frizeau le dice: Asistía yo a Vísperas en Notre Dame y, escuchando el Magnificat, tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos… Pero el hombre viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él… El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres… Manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos me producía un sudor frío. No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico… Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta gran Madre en cuyo regazo he aprendido todo! Pasaba los domingos y muchos días de entre semana en la iglesia de nuestra Señora… No acababa de saciarme del espectáculo de la santa misa y cada una de las acciones del sacerdote se imprimía en mi espíritu y corazón… ¡Cómo envidiaba a los cristianos que iban a comulgar!
En cambio, yo apenas me atrevía a deslizarme los viernes de Cuaresma entre los que iban a besar la corona de espinas… Al fin, concentrando todo mi valor, me fui a un confesionario de san Medardo, mi parroquia. Hallé un sacerdote misericordioso y fraternal, el Padre Menard y, más tarde, al Padre Villaume, que fue mi director y mi padre amado. Aún ahora no ceso de sentir su protección desde el cielo. Hice mi segunda comunión en el mismo día de Navidad de 1890 .
Adolf Martín Bormann nació en 1930 y era hijo de Martín Bormann, brazo derecho de Hitler. Él mismo era ahijado de Hitler. Su familia, de origen protestante, abandonó toda práctica en 1934.
Después de la segunda guerra mundial, Adolf, al caer Alemania, se ocultó y se refugió en el campo en casa de unos campesinos católicos. Dice: Mi desprecio a los católicos desapareció y ya empezaba a envidiarlos un poco…, pero todavía esperaba la restauración del nacionalsocialismo… Un domingo fui hasta el santuario de la Virgen de Kirchental, un lugar de peregrinación a tres horas de camino… Casi todos los domingos empecé a ir a Ntra. Sra. de Kirchental y pedí recibir instrucción religiosa hasta que, por fin, el primer domingo de mayo de 1947 tuvo lugar mi admisión en la Iglesia católica. ¿Quién puede expresar en palabras la emoción y el júbilo que invade el corazón de un joven convertido en el momento de recibir las aguas bautismales? Siguió la confesión, la santa misa y la primera comunión. Renuncio a transcribir la íntima e inmensa alegría que me transportó al más alto grado de felicidad .
El verdadero amor al prójimo de los rudos montañeses me señaló el camino a la Iglesia católica. A todos aquellos que tienen la dicha de ser católicos quisiera gritarles: “Compadeceos de los que cayeron en el extravío y ayudadles con la oración y el apostolado a que encuentren también la casa del Señor “.
Adolf Martin Bormann se hizo católico con seis de sus hermanos, pero él siguió adelante hasta ordenarse sacerdote católico y así servir a los demás en la Iglesia para siempre.
Regina García, durante la guerra civil española (1936-1939), fue jefe del Departamento de prensa y propaganda del Estado Mayor general comunista, con el grado de coronel. Dice: Tuve la desdicha de ser atea. Envenenada con las falsas doctrinas del racionalismo y del materialismo. Estaba tan poseída por el error que, por amor a la justicia social, me hice miembro del partido socialista…
El 4 de mayo de 1936 se propagó entre las clases pobres de Madrid la monstruosa calumnia de que las Damas catequistas, las monjas y los miembros de la Acción católica, habían repartido caramelos envenenados entre los niños de las barriadas obreras para terminar de una vez con la “raza marxista”. La reacción de las incultas masas populares no se dejó esperar. Acaudilladas por los agitadores encargados de excitar al pueblo, cargaron contra los conventos.
Muchos fueron asesinados bárbaramente… Más de cien personas perecieron entonces en Madrid, sin que las autoridades intervinieran para evitarlo. También mi madre se encontró entre las víctimas… Pero mi madre no murió. No había perdido ni un solo minuto el conocimiento durante las cuatro horas que duró su martirio. Como me comunicó posteriormente, ofreció a Dios todos sus indescriptibles sufrimientos por mi conversión .
Yo poseía todo lo que puede hacer feliz a una persona en este mundo… Y, entonces, Dios me lo quitó todo, para que el dolor y el sufrimiento me volviesen a Él. Por lo pronto, vi fallar la doctrina que había considerado como el objeto de mi vida. Los hombres, que habían sido educados en las concepciones materialistas se transformaron en fieras tan pronto como se vieron con las armas en la mano… Mi marido cayó en las redes de una mujer depravada… Perdí mi casa y mis bienes. Lo perdí todo. Durante una temporada, apenas tuve pan para mis hijos, de los cuales el más joven había venido al mundo en plena guerra, durante el invierno de 1936… Llegó, entonces, una noche que jamás olvidaré. Fue todavía durante la guerra civil. Mi niña de seis años, mi dulce favorita, estaba enferma desde algunos días atrás. Por falta de medicamentos, empeoraba de día en día y en aquella noche temí lo peor. Quedé anonadada de miedo y de pena. Y, en esa hora terrible, me tocó la gracia. Comprendí que Dios me castigaba en la carne de mi hija predilecta y cayendo de rodillas y anegada en lágrimas, imploré: “¡Castígame a mí, Señor! Confieso que he pecado contra Ti, tanto que te negué. Pero no me castigues en mi hija inocente. Estoy dispuesta a cualquier expiación”. A la mañana siguiente, la niña había mejorado perceptiblemente y pronto quedó restablecida por completo. Fue salvada por la misericordia de Dios y hoy es una muchacha sana y vigorosa .
Regina García, desilusionada del comunismo, encontró en la fe católica el sentido de su vida.
Ignace Lepp, francés, se entregó al ideal comunista al poco tiempo de la revolución bolchevique, y se convirtió al cristianismo al iniciarse la segunda guerra mundial. En su libro De marx a Cristo va desgranando las diversas etapas de su vida agitada. Habla de sus primeras actividades como activista comunista y de sus contactos con los más altos dirigentes soviéticos y de cómo llegó a ser uno de los máximos dirigentes de los intelectuales revolucionarios de Europa.
Este libro es como un Diario, donde expresa cómo, a lo largo de toda su vida, buscó desesperadamente un ideal por el que pudiera vivir y morir. Y, al final, lo encontró en Cristo, decepcionado del comunismo y de las incongruencias de sus dirigentes, que vivían a todo lujo mientras las masas obreras vivían en la miseria.
Dice así: Cuando más desorientado me hallaba, se manifestó el Signo… Al volver una noche a casa, no conseguía conciliar el sueño. Para pasar el tiempo fui a buscar la novela que la hija de la casa había olvidado en la mesa del salón… Era mediodía del día siguiente, cuando acabado el libro, lo cerré. Tenía los ojos inundados de lágrimas. El título de la novela era “Quo vadis”, de un tal Sienkievicz, novelista polaco, premio Nóbel de 1905… Lo apasionante para mí fueron los numerosos datos que “Quo vadis” proporcionaba sobre la vida de las comunidades cristianas primitivas. Súbitamente, tuve la impresión de que todo aquello, a que más o menos confusamente había aspirado desde los quince años, buscándolo en vano en el comunismo, no era, a pesar de todo, pura utopía, ya que los primeros cristianos lo habían vivido… Después comencé a leer otros libros sobre el tema. Me lo tragué todo: “Los últimos días de Pompeya”, Fabiola del cardenal Wiseman, luego novelas francesas, alemanas e italianas (sobre el primitivo cristianismo).
Leí la “Vida de Jesús” de Ernesto Renan… Después de Renan, leí las obras de los racionalistas Harnack, Strauss, Guignebert, Loisy, del protestante Sabatier, de los católicos Batifol, Duchesne, Prat, Lagrange… Tanto católicos como protestantes y no creyentes pintaban la primitiva comunidad cristiana casi con los mismos colores… Todos los libros leídos se referían a una misma fuente: el Evangelio. Era ya hora de que lo leyese por mi propia cuenta…
A continuación, pasé varias semanas, frecuentando asiduamente reuniones de bautistas, metodistas, adventistas, pentecostales y otras iglesias… Después de haber asistido a la reunión, solía pedir una entrevista con el pastor-predicador de la comunidad. Le decía quién era y qué buscaba, rogándole que me hablase de su iglesia. En la mayoría de casos, me sorprendía desagradablemente la mediocridad intelectual de mis interlocutores, incapaces de responder con precisión a mis preguntas… También me chocaba la extraña intolerancia de todos aquellos hombres, por lo demás piadosos y caritativos, hacia las demás iglesias, especialmente, cuando se trataba de quienes ellos denominaban con desprecio los “papistas” (católicos). Era aún peor que la intolerancia de los comunistas. Entonces, comprendí el sentido exacto de la palabra sectario… Los pastores de las grandes iglesias de la Reforma: la luterana, la anglicana, la calvinista, eran hombres de una cultura más amplia y refinada. Discutir con ellos era ya harina de otro costal, porque hablábamos el mismo lenguaje… Pero tampoco el protestantismo, en ninguna de sus formas, respondía completamente a lo que del cristianismo esperaba, ni pudieron los pastores convencerme de la continuidad histórica entre el cristianismo primitivo y sus iglesias respectivas. A menudo, tuve la impresión de que les costaba comprender mi insistencia en este punto. Tales iglesias, de estructuras demasiado estrictamente nacionalistas, me parecían carentes de universalidad… Empezaba ya a desanimarme (de encontrar la verdad), cuando el azar, o si se prefiere la providencia, puso en mi camino a un sacerdote católico excepcional, un teólogo jesuita…
Con gran consuelo, vi que su Iglesia daba tanta importancia como yo a la cuestión de la continuidad ininterrumpida con la Iglesia fundada por Jesús hace dos mil años en Palestina.
Durante varias semanas, pasé casi cada día dos o tres horas hablando con él… Por fin, la tarde del 14 de agosto, pronuncié la fórmula de abjuración de todo error y herejía e hice mi profesión de fe católica. Inmediatamente, fui bautizado “sub conditione” (bajo condición), porque no sabía, si en mi infancia había recibido o no bautismo válido… A partir del día de mi bautizo, quedé sólidamente anclado en la fe. Apenas sabía rezar, conocía mal las exigencias de la vida cristiana, pero la gracia había comenzado ya a obrar en mí. Ahora, habiendo transcurrido desde mi bautismo muchos años, en cuyo curso, como ocurre con todos los creyentes, han alternado tantas veces períodos de gran fervor con otros de aridez, puedo considerar como una gracia particular el no haber sentido jamás lo que se llama dudas y obstáculos en la fe… De todas las Órdenes religiosas, la que mejor llegué a conocer fue la dominicana. Allí estaba el P. Bernadot, un hombre extraordinario, y allí editaban la revista “La vie spirituelle” y “La vie intellectuelle…” Estudié en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Lyon… y el 29 de Junio de 1941, en la basílica de Fourvière, la Iglesia me confirió el sacerdocio .
Ignace Lepp, comunista furibundo, que llegó a ser sacerdote por la gracia y la misericordia de Dios.
Alexis Carrel (1873–1944) era un joven médico francés de Lyon de 30 años, cuando reemplazó a uno de sus compañeros para ir como médico a una peregrinación de 300 enfermos al santuario de Lourdes, en julio de 1903.
No creía en Dios ni en milagros. Era un científico, que sólo creía en la razón, pero era un hombre sincero y, al final del viaje, debió reconocer que existía Dios y lo sobrenatural. Él nos cuenta su aventura espiritual en su libro Viaje a Lourdes, donde él escribe sus impresiones bajo el nombre de Dr. Lerrac (el revés de Carrel).
Dice así: El tren se detuvo antes de entrar en la estación de Lourdes. Las ventanillas se llenaron de cabezas pálidas, extáticas, alegres, en un saludo a la tierra elegida, donde habrían de desaparecer los males… Un gran anhelo de esperanza surgía de estos deseos, de estas angustias y de este amor .
Al llegar los enfermos al hospital, Lerrac se acercó a la cama que ocupaba una joven enferma de peritonitis tuberculosa… María Ferrand (su verdadero nombre era María Bailly) tenía las costillas marcadas en la piel y el vientre hinchado. La tumefacción era casi uniforme, pero algo más voluminosa hacia el lado izquierdo. El vientre parecía distendido por materias duras y, en el centro, notábase una parte más depresible llena de líquido. Era la forma clásica de la peritonitis tuberculosa… El padre y la madre de esta joven murieron tísicos; ella escupe sangre desde la edad de quince años; y a los dieciocho contrajo una pleuresía tuberculosa y le sacaron dos litros y medio de líquido del costado izquierdo; después tuvo cavernas pulmonares y, por último, desde hace ocho meses sufre esta peritonitis tuberculosa. Se encuentra en el último período de caquexia. El corazón late sin orden ni concierto. Morirá pronto, puede vivir tal vez unos días, pero está sentenciada .
A María Ferrand, después de hacerle unas abluciones con el agua milagrosa de la Virgen, porque su estado era sumamente grave y no se atrevieron a meterla en la piscina, la llevaron ante la imagen de la Virgen en la gruta.
La mirada de Lerrac se posó en María Ferrand y le pareció que algo había cambiado su aspecto, parecía que su cutis tenía menos palidez… Lerrac se acercó a la joven y contó las pulsaciones y la respiración y comentó: La respiración es más lenta. Evidentemente, tenía ante sus ojos una mejoría rápida en el estado general. Algo iba a suceder y se resistió a dejarse llevar por la emoción. Concentró su mirada en María Ferrand sin mirar a nadie más. El rostro de la joven, con los ojos brillantes y extasiados, fijos en la gruta, seguía experimentando modificaciones. Se había producido una importante mejoría. De pronto, Lerrac se sintió palidecer al ver cómo, en el lugar correspondiente a la cintura de la enferma, el cobertor iba descendiendo, poco a poco, hasta el nivel del vientre…
En la basílica acababan de dar las tres de la tarde. Algunos minutos después, la tumefacción del vientre pareció que había desaparecido por completo…
Lerrac no hablaba ni pensaba. Aquel suceso inesperado estaba en contradicción con todas sus ideas y previsiones y le parecía estar soñando. Le dieron una taza llena de leche a la joven y la bebió por entero. A los pocos momentos, levantó la cabeza, miró en torno suyo, se removió algo y reclinóse sobre un costado sin dar la menor muestra de dolor. Eran ya cerca de las cuatro. Acababa de suceder lo imposible, lo inesperado, ¡el milagro! Aquella muchacha agonizante poco antes, estaba casi curada.
Esto no puede ser una peritonitis nerviosa, pensaba. Ofrecía síntomas demasiado acusados y absolutamente claros… Hacia las siete y media volvió al hospital, ardiendo de curiosidad y angustia…
Quedóse mudo de asombro. La transformación era prodigiosa. La joven, vistiendo una camisa blanca, se hallaba sentada en la cama. Los ojos brillaban en su rostro, gris y demacrado aún, pero móvil y vibrante, con un color rosado en las mejillas. Las comisuras de sus labios en reposo, conservaban todavía un pliegue doloroso, impronta de tantos años de sufrimientos, pero de toda su persona emanaba una indefinible sensación de calma, que irradiando en torno suyo, iluminaba de alegría la triste sala.
- Doctor, estoy completamente curada, dijo a Lerrac, aunque me siento débil… La curación era completa. Aquella moribunda de rostro cianótico, vientre distendido y corazón agitado, habíase convertido en pocas horas en una joven casi normal, sólamente demacrada y débil… ¡Es el milagro, el gran milagro, que hace vibrar a las multitudes, atrayéndolas alocadas a Lourdes! ¡Qué feliz casualidad ver cómo, entre tantos enfermos, ha sanado la que yo mejor conocía y a la que había observado largamente!
Y él se fue a la gruta, a contemplar atentamente la imagen de la Virgen, las muletas que, como exvotos, llenaban las paredes iluminadas por el resplandor de los cirios, cuya incesante humareda había ennegrecido la roca… Lerrac tomó asiento en una silla al lado de un campesino anciano y permaneció inmóvil largo rato con la cabeza entre las manos, mecido por los cánticos nocturnos, mientras del fondo de su alma brotaba esta plegaria:
“Virgen Santa, socorro de los desgraciados que te imploran humildemente, sálvame. Creo en ti, has querido responder a mi duda con un gran milagro. No lo comprendo y dudo todavía. Pero mi gran deseo y el objeto supremo de todas mis aspiraciones es ahora creer, creer apasionada y ciegamente sin discutir ni criticar nunca más.
Tu nombre es más bello que el sol de la mañana. Acoge al inquieto pecador, que con el corazón turbado y la frente surcada por las arrugas se agita, corriendo tras las quimeras. Bajo los profundos y duros consejos de mi orgullo intelectual yace, desgraciadamente ahogado todavía, un sueño, el más seductor de todos los sueños: el de creer en ti y amarte como te aman los monjes de alma pura…”
Eran las tres de la madrugada y a Lerrac le pareció que la serenidad que presidía todas las cosas había descendido también a su alma, inundándola de calma y dulzura. Las preocupaciones de la vida cotidiana, las hipótesis, las teorías y las inquietudes intelectuales habían desaparecido de su mente. Tuvo la impresión de que bajo la mano de la Virgen, había alcanzado la certidumbre y hasta creyó sentir su admirable y pacificadora dulzura de una manera tan profunda que, sin la menor inquietud, alejó la amenaza de un retorno a la duda.
En su libro Meditaciones escribió: “Señor, te doy gracias por haberme conservado la vida hasta el día de hoy. Mi vida ha sido un desierto, porque no te he conocido. Haz que, a pesar del otoño, este desierto florezca.
Que cada minuto de los días que me queden esté consagrado a Ti. No quiero nada para mí, excepto tu gracia. Que cada minuto de mi vida esté consagrado a tu servicio. Señor, toma la dirección de mi vida, porque estoy perdido en las tinieblas. Todo lo que tu voluntad me inspire hacer, lo cumpliré. Es necesario acercarse a Ti, Señor, con toda pureza y humildad… Oh, Dios mío, cómo lamento no haber comprendido nada de la vida, haber intentado entender cosas que es inútil comprender. Y es que la vida no consiste en comprender sino en amar. Haz, Dios mío, que no sea para mí demasiado tarde. Haz que la última página del libro de mi vida no esté ya escrita. Que pueda añadirse otro capítulo a este libro tan malo. Habla, que tu indigno servidor te escucha. Te ofrezco todo cuanto me queda. Te hago el sacrificio voluntario de mi vida, como una plegaria. Te pido que me guíes por el camino verdadero, el de las gentes sencillas, el de los que aman y rezan. Perdóname todas las faltas de mi vida. Que cada minuto del tiempo, que aún me esté permitido vivir, transcurra cumpliendo tu voluntad en la senda que escojas para mí. Oh Dios mío, en este día me abandono totalmente a Ti, con el sentimiento infinito de haber pasado por la vida como un ciego. Haz, Señor, que pueda emplear el resto de mi vida en tu servicio y en el de los que sufren” .
María Ferrand (María Bailly), la curada por la Virgen, se hizo religiosa de la caridad, de San Vicente de Paul, y murió en 1937.
Alexis Carrel (Dr. Lerrac), después del milagro, publicó algunos escritos sobre este hecho en los periódicos y revistas, pero fue marcado por el ambiente anticlerical de sus colegas, por lo que no le quisieron dar ningún trabajo.
Esto fue providencial; pues, buscando empleo, fue al Instituto Rockefeller de Nueva York a investigar y, como premio de sus investigaciones, a los diez años del milagro, recibió el premio Nóbel de Medicina. Murió en París en noviembre de 1944. Según afirmó el sacerdote que lo atendió en los últimos momentos, se confesó, comulgó, recibió la unción de los enfermos y dijo: Quiero creer y creo todo lo que la Iglesia católica quiere que creamos y para ello no experimento dificultad alguna, porque no hallo nada que esté en oposición real con los datos ciertos de la ciencia .
Manuel García Morente (1886-1942), gran filósofo español, nos cuenta en la carta que dirigió a su director espiritual Monseñor José María García Lahiguera, en setiembre de 1940, el hecho extraordinario de su conversión.
Él era ateo, aunque había hecho de niño su primera comunión. Pero sus estudios de filosofía lo habían alejado de Dios y de la religión. Al comenzar la guerra civil española, tuvo que huir a Francia, porque lo buscaban para matarlo. Estaba en París, desesperado por no encontrar los medios humanos para conseguir que su familia llegara a París para estar a salvo con él. En esas circunstancias, la noche del 29 al 30 de abril de 1937, escuchó un trozo de música de Berlioz, titulada La infancia de Jesús, que lo dejó con una gran paz interior. Dice así:
Cuando terminó (la música) cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Seguí representándome otros períodos de la vida del Señor… Y, poco a poco, se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la cruz… No me cabe duda de que esta especie de visión (interior) no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. “Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva” -me dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. A Él sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y, puesto de rodillas, empecé a balbucir el Padrenuestro, pero ¡se me había olvidado!
Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez, recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella y, lentamente, con paciencia, fui recordando el Padrenuestro… También pude recordar el Avemaría…
Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo… En el relojito de pared sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír… Pensé: Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones, me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño… Compraré también los santos Evangelios y una vida de Jesús. “¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!” Debí quedarme dormido.
Me puse en pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica, de esas diminutas de una o dos bujías en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el gusto. Sin embargo, lo percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es eso posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver ni oír ni oler, ni gustar, ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia… No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía…
Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño… ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación… Debió durar su presencia un poco más de una hora .
Y fue tal el impacto recibido que decidió dedicar toda su vida al servicio de Dios. Fue ordenado sacerdote en 1940 y murió en Madrid el 7 de diciembre de 1942.
Pieter van der Meer de Walcheren (1880–1970), gran poeta holandés, que vivía en un ateísmo intelectual donde no cabía la idea de Dios. En su libro Nostalgia de Dios nos habla de sus luchas interiores por querer creer, pero sin poder hacerlo hasta que llegó el momento de la gracia divina, cuando se entregó totalmente a Dios con su esposa y sus hijos. Veamos algunos de sus pensamientos, cuando todavía era ateo:

La tierra, dentro de miles o millones de años, será inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron… Todo habrá sido perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse en la muerte?
Por espacio de un momento, breve como el zig-zag de un relámpago, estamos en la tierra, vivos, con los ojos abiertos, atormentados por todos los deseos y por todos los ensueños, queriendo alcanzar y abarcar lo imposible, interrogamos al pasado, leemos lo que los hombres han pensado antes de nosotros, nada sacamos en claro; interrogamos a la tierra, al cielo, a las estrellas, a los abismos de los espacios y a los de nuestra propia alma, lloramos de nostalgia por la belleza, gesticulamos apasionadamente y, de repente, caemos muertos y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre, los ojos con que ahora miramos las estrellas, esas estrellas que no nos recordarán .

Poco a poco, empieza a dudar:

¿Qué significa la vida, a cuyo término está la muerte, ese inmenso agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero ¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la verdad?
Y comenzó a leer los Evangelios y a pensar seriamente en las cosas espirituales, sobre todo, después de un viaje que hizo a la Trapa de West-Malle. Dice sobre esta visita: Todo era tan nuevo para mí, tan absolutamente desconocido. Nunca se me había ocurrido pensar que en nuestro tiempo existiese todavía semejante fenómeno: hombres que consagraban su vida a la oración… Si Dios no existe, ¿no es absurdo todo esto? En tal caso, sería algo propio de idiotas, de dementes, algo incluso criminal lo que hacen estos hombres, es decir, aislarse, renunciar a los placeres de la vida y adorar y glorificar algo que no existe. No obstante, en este lugar siento yo orden, paz y la atención está fija en el mundo interior, en el alma, en lo eterno .
He tratado de explicar a mi esposa Cristina lo que viví durante aquellas horas maravillosas (en la Trapa) y lo ha comprendido todo. Se me había revelado algo muy hermoso y muy santo. El tiempo se desvanece. La vida se halla en él iluminada por la eternidad divina. No me es posible creer que bajo la cabal belleza de estas palabras, de esta música, de estas oraciones no haya una realidad inquebrantable .
Esta mañana (4 de diciembre de 1909) he estado en misa en la capilla del convento de las benedictinas… Por primera vez, he experimentado la sensación de que ocurría algo inefable, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. No sé decir cómo o de dónde me vino ese pensamiento, pero supe que algo había cambiado y que allí había ocurrido algo de una tremenda grandeza .
Continuó asistiendo, siempre que podía, al convento de las benedictinas a disfrutar de aquella sensación de lo eterno. Estuve toda una noche en la capilla de las benedictinas, seguí en ella los maitines, asistí a la misa de gallo y a la misa del alba. Aún pervive en mí la emoción que me produjo el excelso esplendor de esas ceremonias. El aspecto externo de las mismas es ya hermoso, los cánticos, las palabras, la solemnidad de la misa; pero lo que, de un modo especial, me ha conmovido ha sido el mundo interior, ya que cada ademán, cada palabra, cada acto entraña un significado, es como la llama visible de un fuego invisible, una guía que conduce a los acontecimientos divinos .
Leo la Biblia, los místicos y los libros de León Bloy. Sé que la Biblia contiene la verdad. Los místicos, Angela de Foligno, Ruybroeck, Catalina Emmerich y las vidas de santos, como la de san Francisco, me ayudan a comprender cosas muy oscuras y maravillosas… Bloy, al que leo intensamente, me da a conocer el catolicismo en su divino y omnímodo poder, en su sublime unidad y me enseña lo que es amar a Dios sobre todas las cosas.
Bloy me presentó a un sacerdote para hablar con él. El sacerdote me ha entregado el catecismo y me ha aconsejado leer los capítulos referentes al Credo y a los sacramentos, especialmente el relativo al bautismo, y me ha dicho: “Usted debe orar, rezar el Padrenuestro y el Avemaría. Con estas oraciones debe usted llamar a la puerta de la Iglesia y Jesús se las abrirá. Si es usted de buena voluntad, Dios le ayudará, se lo aseguro. Y debe usted arrodillarse y hacer el signo de la cruz. Rezaré por usted”. Después he ido a postrarme ante el Santísimo sacramento que, en el Sacré Coeur (Sagrado Corazón) está expuesto durante todo el día y toda la noche. Hincado de hinojos, he puesto mi mirada en la hostia de nítidos contornos circulares, aureolada de luz, colocada en la custodia. Le he hablado a Jesús de mi zozobra espiritual y de mi miseria y le he pedido misericordia. Dadme, Oh Jesús, la fe, dadme el conocimiento y el amor para con Dios. Quitadme la ceguera de mis ojos para que pueda distinguir con toda claridad .
A cada momento descubro en el catolicismo nuevas maravillas. El catolicismo es como una catedral espiritual, infinitamente hermosa, y mi alma puede ahora penetrar en el interior de la misma… Cada mañana y cada noche nos arrodillamos los tres (con mi esposa e hijo) ante el pequeño crucifijo y oramos. Recitamos las plegarias en voz alta y yo me esfuerzo en rodear cada palabra de la más viva atención… Hago la señal de la cruz y la paz mora en mi corazón. No lo comprendo y no sé explicarlo. Me siento pequeño y, al mismo tiempo, inmensamente grande. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Por qué sobre mí? ¿Por qué sobre nosotros esta gracia abrumadora? Buscaba la solución a mis enigmas y es tan sencillo: ¡Postrarse de hinojos y entregar el corazón a Dios!
Ayer (24 de febrero de 1911) nuestro hijo y yo recibimos el bautismo. Cristina y yo nos unimos en matrimonio. Jesús nos ha purificado y hemos renacido. Al conjuro de las palabras del sacerdote, se desprendió de mí la vieja vida con sucios andrajos y se me cubrió con vestido deslumbrantemente nuevo. El sacerdote ahuyentó de mi las turbulentas tinieblas del pasado, mi cuerpo quedó puro… Nunca, nunca olvidaré aquellas horas. El acontecimiento de ayer es el centro de mi vida, por siempre. Ahora soy cristiano. No se trata de un bello juego de imaginación, no se trata de autoengaño con palabras bien sonantes, no se trata de una hermosa apariencia ni de una consoladora mentira, no, se trata de una realidad eterna. Soy cristiano por toda la eternidad .
He comulgado, Jesús ha visitado mi alma. Antes de la misa, he ido a confesarme y he pedido a María que me ayudara a recibir al Rey en mi pobre morada… Después de comulgar, regresé a mi lugar. Estaba solo, el Rey estaba solo en mí. Muy pronto, empero, fue descendiendo sobre mi alma, poco a poco, con gravidez y a la par de un modo extremadamente suave, una paz resplandeciente, me sentía lleno de Él, como de una nube de oro. ¡Oh delicia maravillosa y sin igual! ¡Está bien que haya venido, decía yo, ebrio de loca alegría!
Después de doce años, puedo decir que esta nueva vida es infinitamente más hermosa, más rica y más profunda de lo que nunca había podido sospechar ni siquiera en los primeros años de mi conversión .
Pieter van der Meer se entregó con su esposa totalmente a Dios y Dios le pidió todo. Primero se llevó a su hijo de tres años, el 30 de diciembre de 1917. Y, cuando su hijo Pieterke era ya monje por diez años y cinco de sacerdote, también se lo llevó con Él. Su hija se hizo religiosa, con el nombre Sor Cristina. En 1954 se llevó a su esposa y se quedó solo en este mundo, pero acompañado por Dios. Su vida fue un camino de búsqueda del sentido de su existencia. Sin saberlo, era a Dios a quien buscaba, pues tenía nostalgia de Dios.
María Benedicta Daiber (1913-1971) relata su conversión en su escrito Y yo te venceré. Sus padres eran de origen alemán, protestantes, aunque habían perdido la fe y fueron a residir a Chile, en donde su padre era el médico de un pequeño pueblecito llamado Puerto Octay. Dice ella:
A los ocho o diez años era yo una atea consumada. Mi padre repetía continuamente en mi presencia: No hay Dios… Como en Puerto Octay, la mayoría de los habitantes eran católicos, oía hablar algunas veces de la Santísima Virgen… Un día, movida por un impulso misterioso, repetí tres veces el nombre dulcísimo: “María, María, María”. Y largo rato estuve como absorta en algo que, entonces, no sabía definir… A los doce años cayó en mis manos una Biblia. Tengo que confesar que, literalmente, devoré los Evangelios y, por primera vez, comprendí el vacío inmenso que deja en el alma la falta de fe. Me atormentaban ya estas preguntas: “¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por qué existo?” Y la vida me parecía triste, sin sentido y vacía… Mi madre quiso enseñarme historia eclesiástica, pero era la historia vista a través del odio a la Iglesia y yo bebía a torrentes ese odio en las enseñanzas de mi madre. Era el odio al Papa, al clero… Los sacerdotes, me decía mi padre, son unos hipócritas, que explotan al pueblo y no creen lo que enseñan…
Un día, tenía aproximadamente quince años, mi padre me llevó al hospital y, mientras él visitaba a sus enfermos, yo me quedé en un saloncito. Había allí un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, del cual mi padre se burlaba continuamente. Ese cuadro encarnaba para mí, por decirlo así, todo cuanto odiaba en el catolicismo. Así que, ese día, me coloqué frente a la imagen de aquel Corazón, que tanto ama a los hombres, y amenazándolo con ambas manos, le dije que lo odiaba, que odiaba a su Iglesia, a sus sacerdotes y que estaba resuelta a hacer todo el mal posible a esta Iglesia. En ese mismo instante, resonaron en el fondo de mi alma, estas palabras: “Y yo te venceré”. Aterrada y presa de espanto, volví las espaldas al cuadro y, por primera vez, comprendí que un día yo, que odiaba tanto a la Iglesia, sería católica. No confesé a nadie lo sucedido; pero, durante meses me negué a acompañar de nuevo a mi padre al hospital. No quería encontrarme otra vez a solas con Jesús.
En marzo de 1922 (a los dieciocho años), mi padre me llevó a Santiago (Chile) para estudiar en el Liceo… Quise asistir a la clase de religión, pero una de las profesoras, sabiendo que no era católica, me lo impidió… Un buen sacerdote trató de probarme la existencia de Dios, pero todo fue inútil. Entonces, aprendí el Padrenuestro, el Avemaría, la Salve, el Acordaos… Sólo quería que me enseñara oraciones a la Virgen y, en las tardes, hacía mi visita a la Madre de Dios, me arrodillaba ante su altar y le repetía una y otra vez las oraciones que había aprendido. Si aquel sacerdote no logró convencerme de la existencia de Dios, obtuvo sin embargo, un resultado que no sospechó jamás. Mi convicción íntima era que los sacerdotes no creían y sólo explotaban la credulidad del pueblo, y pude observar que él se sacrificaba por mí, sin que yo le pagara nada… Lo veía frecuentemente en una iglesia cerca del Liceo en intensa oración y esto me impresionaba profundamente. Y pensé: No es cierto que todos los sacerdotes católicos sean unos hipócritas, mis padres me han engañado en este punto. ¿Será la religión católica la verdadera?
Comencé a decir está oración: “Dios mío, si acaso existes, dame fe”. En setiembre de 1922 se celebró el II Congreso Eucarístico nacional en Santiago. Mi madrina me llevó a la plaza Brasil para que viera pasar a Nuestro Señor. Así vi por primera vez a Jesús hostia y al ver la hostia santa, tuve la seguridad absoluta: “Ahí está Dios”. Sentí de tal manera la presencia de Dios, que arrastré a mi pobre madrina en pos de Jesús sacramentado hasta la iglesia a la cual se dirigía la procesión. En aquel instante, creí en Dios… Aquella noche de agosto me acosté con el rosario en las manos, tranquila y feliz, porque había encontrado la fe. A las pocas horas, desperté presa de angustia indecible. Pensé en mis padres, recordé sus ideas hostiles a la Iglesia, se me presentó el profundo dolor que les causaría mi conversión y cómo interiormente me separaba de ellos. Se libró en mi alma una lucha formidable, que terminó al amanecer con la derrota de Dios. Resolví no hacerme católica y así se lo comuniqué a mi madrina… Fueron semanas y meses de indecible sufrimiento, en que mi solo consuelo era pasar largas horas de silenciosa adoración a los pies de Jesús sacramentado. Oí todas las misas que podía ir, de vez en cuando, al convento de los capuchinos. Allí un anciano sacerdote trataba con bondad paternal de sostenerme en mis luchas y consolarme…
Volví a Puerto Octay a pasar mis vacaciones (con mis padres). Uno de los sufrimientos más duros fue la privación de la santa misa. En ella encontraba luz, consuelo, fuerza y paz. Una sola vez les arranqué el permiso para oír misa… Pero todas las tardes, desde mi cuarto, hacía en espíritu una visita a Jesús sacramentado y miraba por la ventana la torre de la iglesia parroquial… Para encontrar un pretexto que justificara mis actitudes (de no hacerme católica) alegaba la infalibilidad del Papa, único dogma del cual no estaba convencida. El error entre muchos protestantes, que mi madre me había enseñado, es pensar que infalible significa, a la vez, no estar sujeto a ningún error y ser impecable. ¡Yo había creído que cada palabra salida de la boca del Papa debía aceptarse como infalible! Una vez que se me explicó el verdadero sentido del dogma, lo acepté sin la mayor dificultad.
Por fin, un 8 de setiembre, fecha que yo misma fijé por ser fiesta de la Santísima Virgen, me bautizaron bajo condición… Al día siguiente, hice mi primera comunión en la capilla de la Universidad Católica. Sin embargo, aunque yo tenía esa tranquilidad que se siente, cuando se cumple la voluntad de Dios, ni el día de mi bautismo, ni el de mi primera comunión tuve consuelos sensibles. Solamente, al comulgar por segunda vez, el día del Dulce Nombre de María, experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica y ese sentimiento duró semanas y meses… Nadie en adelante podría impedir que comulgara. Simplemente, vi delante de mí una tarea, una misión: la de lograr que también mis padres participaran de mi dicha y se hicieran católicos… Escribí a todos los conventos de carmelitas para solicitar oraciones y recorrí casi todo Santiago, pidiendo oraciones a las comunidades religiosas. Me parecía que el resultado de tantas oraciones debía ser inmediato, pero Dios quiso enseñarme a ser más paciente y esperar contra toda esperanza, pues durante varios años, las oraciones no producían ningún resultado… Pero, al final, se convirtieron.
¡Qué felicidad ver a mi padre comulgar silencioso y recogido, dichoso con la visita de su Dios! ¡Cómo compensaban ampliamente esos momentos los cuatro años de angustia y temores por su salvación que había pasado!… Mi madre comulgaba diariamente y se confesaba todas las semanas y me decía: “He estado tantos años lejos de Dios, que ahora quiero recuperar el tiempo perdido…” Mi madre amaba de modo especial a Jesús sacramentado. Los domingos y fiestas casi no salía de la Iglesia. Cuando podía, asistía a la adoración nocturna. La noche del día que murió, la pasé entre mi madre y Jesús sacramentado en la iglesia del colegio del buen pastor y la pasé cantando. Nadie perturbaba mi dulce soledad. En el silencio de la noche me parecía que de lejos, de los esplendores de la gloria, me contestaban, porque para el alma que vive de fe, no hay más muerte que el pecado. Lo que el mundo llama muerte es el comienzo de la verdadera vida. ¿Por qué había yo de llorar a la que viviría eternamente? El cielo es la última palabra de amor de Dios a los hombres y allí espero cantar un día yo también eternamente las misericordias del Señor .
María Benedicta Daiber escribió su Diario, publicado por el arzobispado de Barcelona con el título La fuerza del amor. Su proceso de beatificación está en marcha.
Douglas Hyde (1911–1981) fue un gran periodista inglés, educado como metodista por sus padres, pero que en su juventud perdió la fe y se hizo comunista durante 20 años, ocho de los cuales fue director jefe del periódico Dayly Worker, el periódico del partido comunista inglés. Pero, poco a poco, fue desilusionándose del comunismo al ver las grandes incongruencias de los comunistas soviéticos, hasta que llegó a encontrar un nuevo sentido a su vida, convirtiéndose a la fe católica. Escribió un libro Respuesta al comunismo y su Autobiografía, titulada Yo creí, en la que cuenta:
Yo creía que todos los sacerdotes, monjas y monjes eran inmorales, que los jesuitas eran siniestros y criminales. Y seguía conservando mis prejuicios comunistas. En el partido sosteníamos que la población católica representaba la parte más atrasada, inculta y políticamente moribunda del pueblo y que los católicos estaban hundidos en la superstición y gobernados, sin esperanza de liberación, por los curas.
Para los comunistas no hay valores espirituales ni consideraciones morales o éticas. Ni la más mínima piedad humana influye en su sentir marxista, ni el amor ni la compasión ni el patriotismo tienen cabida en su estructura.
Para ellos no existe la verdad ni el honor, excepto dentro de su círculo inmediato de camaradas. La conciencia se ha convertido en algo que la impulsa a mentir, a engañar, a traicionar. El comunismo es el fin de sí mismo y ese fin justifica siempre los medios.
Un día al salir de la oficina, entré a una iglesia católica. Permanecí una hora sentado en la oscuridad, iluminada sólo por la vacilante llama de las velas del altar. A la mañana siguiente, volví teniendo cuidado de entrar, cuando no me viera nadie… Cuanto más veía aquella iglesia, más me gustaba. Pero seguía sin poder rezar. Era ridículo y degradante arrodillarse, un signo de sumisión, de rendimiento, de humildad. Era como hablar con alguien que no estaba presente, que ni siquiera existía. Pero yo seguí yendo día tras día, noche tras noche .
Una mañana sucedió algo. Estaba sentado en la penumbra de Santa Etheldreda en el último banco como de costumbre, cuando entró una joven de unos dieciocho años, pobremente vestida y no muy agraciada. A mi me parecía que sería una criada irlandesa. Pero, al pasar por mi lado, vi la expresión de su rostro: estaba preocupada.
Como yo, tenía evidentemente alguna grave preocupación. Con paso decidido avanzó por el centro de la iglesia hacia el altar, después giró hacia la izquierda, encaminándose a un reclinatorio en el que se arrodilló delante de Nuestra Señora, después de haber encendido una vela y echado unas monedas en la alcancía.
A la luz de la llama de la vela, pude ver cómo sus manos pasaban unas cuentas y cómo inclinaba la cabeza de vez en cuando. Aquella era una práctica católica que yo desconocía. Aquel era el mundo de la fe. Aquel era el mundo que yo buscaba ¿Era una superstición? ¿Era el mundo propio de los salvajes? Al pasar a mi lado, cuando salía, miré el rostro de la joven. Fuera cual fuera su preocupación había desaparecido. Sencillamente desaparecido. Y yo hacía meses y años que llevaba a cuestas el peso de la mía.
Cuando estuve seguro de que nadie me veía, me encaminé casi como un perro por el centro de la iglesia como ella había hecho. Al llegar al altar, giré a la izquierda, eché unas monedas en la alcancía, encendí una vela, me arrodillé en el reclinatorio e intenté rezar a Nuestra Señora. Pero era lo mismo que me ahorcaran por una oveja que por un cordero. Si iba a ser supersticioso e iba a rezar a alguien que no estaba allí, bien podría dar un paso más en mi superstición y rezar a una imagen. Pero ¿cómo se rezaba a Nuestra Señora? Yo no lo sabía. ¿Se rezaba a Ella o por medio de Ella como si fuese una intermediaria? ¿Se contemplaba la imagen para ver la realidad que había tras ella o había que dirigir las palabras solamente a la imagen? Tampoco lo sabía. Intenté recordar alguna oración dedicada a Ella de la literatura medieval o algo de los poemas de Chesterton o Belloc. Pero fue inútil… Fuera de la iglesia traté de recordar las palabras que había pronunciado y casi me eché a reír. Eran la letra de una música de baile del año veinte de un disco de gramófono que había comprado en mi adolescencia: Oh dulce y encantadora señora, sed buena. Oh Señora, sed buena conmigo .
A las ocho y media de la noche del 17 de enero de 1948 telefonee al colegio de los jesuitas de nuestro barrio para bautizar a nuestros dos hijos… y nuestra instrucción comenzó bajo la dirección del Padre Joseph Corr, un santo y culto anciano jesuita del norte de Irlanda, que comenzó su tarea sin hacernos más preguntas. Tardó semanas en saber quién era yo .
Después de convertido, me puse a trabajar solo, escribiendo para periódicos de todo el mundo, pero conservando mi independencia. Emprendía una serie de artículos en el Catholic Herald, explicando en breves bosquejos mi conversión del comunismo al catolicismo y contando algunas anécdotas. Mis artículos despertaron gran interés y, todavía más importante, sirvieron de orientación a muchos, como demostraba la correspondencia que recibía… Algunos de mis folletos fueron distribuidos entre las guerrillas comunistas griegas y otros en China roja. Un folleto fue traducido al indonesio para su distribución entre los comunistas de aquel país… Desde todas partes de Inglaterra me llegaban invitaciones de organizaciones políticas y, desde luego, de millares de sociedades católicas para dar conferencias… Acudía a todas partes, no importaba que fuese a hablar a seis monjas en un pequeño convento o a cinco mil personas en una gran sala de una ciudad. En dos años hablé en cientos de regiones y recorrí miles de millas. La empresa primera y principal era despertar la conciencia de los cristianos, no precisamente porque fuesen anticomunistas, sino, porque había que hacerles comprender que sus acciones eran las que decidirían el curso de la historia durante las próximas centurias. En aquellos dos años, hablé probablemente a medio millón de personas por lo menos… Dormí en trenes, en monasterios, en hoteles y escribí en todas partes .
Douglas Hyde, un gran convertido, un gran luchador por la causa de Dios contra los comunistas, que le habían mentido y engañado durante veinte años, inculcándole odio contra Dios y los reaccionarios creyentes. Por eso, ahora no podía callarse, debía hacer conocer el amor que Cristo había venido a traer a la tierra. A veces, decía que se quedaba asombrado, cuando hablaba a sus amigos y compañeros de su fe, y ellos lo tomaban como si fuera un fanático.
Dice que, cuando era comunista, procuraba estar al día para poder contar a sus amigos todo lo que descubría de nuevo en el comunismo y, cuando hacía lo mismo como católico, parecía que se reían de él, como si muchos católicos estuvieran viviendo una fe aguada, sin base ni fundamento, de rutina, que no aprovecha ni a quien la posee. Y decía: Si realmente creyeran que Jesús está vivo, ¿cómo podrían estar indiferentes para comunicar esta gran noticia a otros?
Y termina con estas palabras su libro Yo creí: No me fue fácil llegar a conocer a mi nuevo Dios. El amor de Dios no me llegó automáticamente… Lentamente, yo llegué a conocer el amor de Dios. Pero una cosa es segura: mi Dios no ha fracasado.
Dorothy Day nos cuenta en su libro La larga soledad, su Autobiografía, que desde joven se dedicó a luchar en contra de las injusticias y a favor de los más pobres. Por eso, se metió primero en el partido socialista, alejándose de su fe episcopaliana en la que había sido bautizada de niña. Organizaba mítines, estando en varias oportunidades en la cárcel por defender los derechos de los trabajadores.
Pero, poco a poco, fue encontrando amigos católicos, que le hablaron de su fe. Especialmente, fue importante la lectura de algunos autores como Huysmans (católico convertido). Y empezó a asistir a una iglesia católica, aunque sin estar convencida plenamente. A veces, se decía a sí misma la frase que había oído tantas veces: La religión es el opio del pueblo, para no dejarse convencer. Además, hacerse católica significaría afrontar la vida en solitario y yo me aferraba a mi vida familiar. Resultaba duro pensar en renunciar a un marido para que mi hija y yo pudiéramos convertirnos en miembros de la Iglesia. Si yo abrazaba la religión católica, Forster no tendría nada que ver con ella ni conmigo. Por ese motivo esperé .
Pero decidí prepararme y la hermana Aloysia venía tres veces a la semana a darme lecciones de catecismo, que yo procuraba aprender obedientemente .
Hasta que un día se decidió y se bautizó bajo condición, hizo su confesión y su primera comunión. Dice: No experimenté un gozo especial al recibir estos tres sacramentos: bautismo, confesión y santa eucaristía… Yo amaba a la Iglesia, no por ella misma; pues, a menudo, era para mí motivo de escándalo, sino porque hacía visible a Cristo. Decía Romano Guardini que la Iglesia es la cruz en la que Cristo fue crucificado; y como no se puede separar a Cristo de su cruz, hay que vivir en un estado de permanente insatisfacción con la Iglesia .
Nunca lamenté, ni por un instante, el paso que di al hacerme católica, pero repito que, durante un año, me proporcionó muy pocas alegrías, pues la lucha continuó. Conocí a un buen sacerdote, que me ayudó a seguir mi camino .
Con el tiempo fundó el periódico The Catholic Worker (trabajador católico) para defender los derechos de los trabajadores y así nació el movimiento Catholic Worker. Dice: En los comienzos del The Catholic Worker, mi jornada comenzaba con la misa de madrugada y concluía, muchas veces, a medianoche .
La vida de Dorothy Day fue una continua búsqueda de Dios, amando a los demás, especialmente, a los más pobres y explotados. Ella nos dice en las últimas palabras de su libro: La palabra final es amor. No podemos amar a Dios, si no nos amamos unos a otros, y para amar tenemos que conocernos unos a otros. A él lo conocemos en el acto de partir el pan (misa) y unos a otros nos conocemos en el acto de partir nuestro pan. El cielo es un banquete y la vida es también un banquete, incluso con un mendrugo de pan, allí donde hay comunidad… Todos hemos conocido que la única solución es el amor y que el amor llega con la comunidad .
Cuando falleció en 1980, el New York Times la calificó como una militante de la no-violencia, radical en lo social, de una luminosa personalidad, que luchó en primera línea durante más de 50 años a favor de la justicia social.
Svetlana Stalin, conocida escritora, hija del famoso dictador comunista Joseph Stalin. Su testimonio lo ha publicado en Lettera del Foyer en 1995. dice: Los primeros 36 años de mi vida los pasé en el Estado ateo de Rusia. De Dios no se hablaba. Mi abuela materna, Olga Allilouieva, sí nos hablaba de Dios: de ella escuché por primera vez las palabras alma y Dios. En una ocasión, cuando mi hijo tenía 18 años, enfermó. No quería ir al hospital, a pesar de la insistencia del doctor. Por primera vez en mi vida, a los 36 años, pedí a Dios que lo curara.
Después de su curación, un sentimiento intenso de la presencia de Dios me invadió… Dios me hizo conocer al sacerdote más maravilloso que podía encontrar, al Padre Nicolás Goloubtzov. Yo tenía necesidad de ser instruida sobre los dogmas fundamentales del cristianismo y fui bautizada el 20 de mayo de 1962 en la fe ortodoxa.
Conocí a los católicos en Suiza, cinco años después de mi bautismo en la Iglesia ortodoxa rusa. Después me trasladé a USA y me casé. Pero pronto vino la turbación y la amargura y todo terminó en la separación conyugal… Durante estos años, mi vida religiosa estaba confusa como todo el resto. Me encontraba frente a un cristianismo americano múltiple. Cada denominación me invitaba. Busqué también en la Ortodoxia la solución de mi búsqueda personal. Las respuestas a mis interrogantes me parecían demasiado abstractas.
Un día recibí la carta de un sacerdote católico italiano de Pennsylvania, el Padre Garvolino, que me invitó a visitar el santuario de Fátima, en Portugal, con ocasión de los 70 años de las apariciones. De momento no fue posible, pero nuestra correspondencia y amistad duró más de 20 años y me enseñó muchas cosas… En 1976 encontré en California una pareja de católicos, Rose y Michael Ginciracusa. Viví dos años con ellos. Su piedad discreta y su solicitud por mí y mi hija me conmovieron profundamente. En 1982 viajamos a Inglaterra para que mi hija recibiera allí una buena educación europea. Mis contactos con los católicos continuaron siempre alentadores, y me permitieron acercarme cada vez más a la Iglesia Católica. Y así, en un frío día de diciembre, me brotó naturalísima la decisión esperada largo tiempo de entrar en la Iglesia católica, mientras vivía en Cambridge, Inglaterra. Los años de mi conversión han sido plenos de felicidad. En la Iglesia ortodoxa oriental una confesión raramente es escuchada; generalmente, una vez al año por Pascua y sin la discreción que permite el confesionario. Ahora la Eucaristía se ha hecho para mí, viva y necesaria.
El amor a la Virgen María ha crecido. Yo creía que era cosa de campesinos iletrados como mi abuela Georgiana. Me desengañé, cuando me encontré sola y sin sustento. ¿Quién otro podía ser mi abogado, sino la Madre de Jesús? Ella se me hizo cercana. Ella, a quien todas las generaciones llaman Bienaventurada entre todas las mujeres .

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