miércoles, 9 de enero de 2013

La Semilla que Cayó


Cuando los discípulos escucharon a Jesús predicar en parábolas y en particular la parábola del sembrador, pareciera ser que no la entendieron. En Mateo 13, 10,  la Palabra de Dios nos dice que los discípulos se le acercaron a Jesús y le preguntaron porque les hablaba en parábolas. La respuesta de Jesús quizás opacó aun más el entendimiento de sus seguidores: “Porque al que tiene se le dará más y tendrá en abundancia, pero al que no tiene se le quitará aun lo que tiene. Por que miran y no ven; oyen pero no escuchan ni entienden” (Mt 13, 12-13). Muchas de la veces predicadores y catequistas exponen temas que los oyentes no entienden completamente por el lenguaje que se está utilizando por ejemplo. He aquí la gran responsabilidad del predicador y catequista de esforzarse al máximo para que la Palabra de Dios y su mensaje lleguen a los corazones de los oyentes de una manera entendible. Otro factor que debemos añadir es que también a veces los oyentes no se esfuerzan por entender y se dejan entusiasmar por temas mundanos y dejan que las vanas imaginaciones, como aves ladronas, vengan y les roben la Palabra de Dios proclamada por los predicadores y catequistas. Quizás esta fue la razón por la que los discípulos no entendieron la parábola del sembrador. Cuánto no hubieran dado Abraham, David, Ezequías y otros grandes antepasados de Cristo por poder vivir unas horas junto a su maravilloso descendiente Jesús. ¡Imaginémonos lo dichoso que se hubieran sentido Isaías, Ezequiel, Jeremías o Daniel al poder presenciar cuando Cristo fue cumpliendo punto por punto todo lo que ellos profetizaron acerca de EL! Por eso Jesús exclama: “¡Dichosos los ojos de ustedes que ven! ¡Dichosos los oídos de ustedes que oyen! Yo se los digo: muchos profetas y muchas personas santas ansiaron ver lo que ustedes están viendo y no lo vieron; desearon oír lo que ustedes están oyendo, y no lo oyeron” (Mt 13, 16-17).
Así nos pasa a nosotros a veces, escuchamos predicar la Palabra de Dios, leemos un buen libro que edifica nuestro espíritu, somos testigos de un acontecimiento extraordinario que nos debiera hacer estremecer y ¿qué hacemos? ¿Hacemos el propósito de cambiar de vida? ¿Pensamos en la manera de reformarnos? No. Permanecemos duros como rocas o como la superficie de un camino que ha sido pisoteado por los viajeros. Esa semilla que calló en el camino no logra penetrar nuestros corazones. Alabamos al predicador, elogiamos al hermoso libro, admiramos los grandes acontecimientos pero seguimos en las mismas. Las aves de nuestras distracciones y nuestro poco deseo y ningún afán de entender el mensaje de Dios, hacen que este se pierda como la semilla que calló por el camino y fue devorada por las aves. El Maligno logró robárnoslo.

“La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y enseguida la recibe con alegría” (Mt 13,20).
La anterior fue el diablo el que arrebató la Palabra. A éste quien se la arrebata es la inconstancia. No dejemos morir esa semilla que dios ha depositado en nuestro corazón. Hay que perseverar aunque se presenten dificultades. La piedra que ataja la raíz de la Palabra para que no pueda producir frutos es la cobardía. Porque nos persiguen, porque cumplir lo que Dios manda nos acarrea dificultad, por eso desistimos de practicarla. Pero “todo lo que vale cuesta”. El cielo no es cualquier cosa que se puede comprar por unos pesos.
Una piedra que puede hacer morir la Palabra de Dios es la tentación. Un santo vio un solo demonio atacando a quienes no oyen la Palabra de dios, pero más de mil atacando a quienes sí la escucha. Y en visión le fue dada la respuesta: es que el infierno desea anular en cada alma los mensajes que recibe del cielo. La tentación puede hacer estéril en nosotros, la Palabra del Señor. Pero no olvidemos que la tentación es como un perro amarrado: no te muerde si no eres imprudente. Pero si con imprudencia te dejas atraer, te morderá (San Agustín).

“La semilla que cayó entre zarzas, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de la riqueza ahogan esta palabra y al final no produce fruto” (Mt 13,22).
Hay zarzas en Galilea y muy grandes, que no dejan crecer ninguna planta a un metro a la redonda. También en nuestra alma pueden existir zarzas enormes de preocupaciones que no dejan crecer las ideas espirituales que Dios nos envía. Las zarzas, o cardos, que ahogan en nuestra alma la Palabra de Dios pueden ser: la concupiscencia de los ojos (deseo de poseer más y más), la concupiscencia de la carne, con todos sus malos pensamientos y deseos que matan toda idea espiritual; y también puede ser la soberbia de la vida, ese anhelo insaciable de ser estimados y de ser los más populares. Lo que causa el mal mayor no son estos deseos en sí mismos, sino el exagerado valor que les concedemos (San Juan Crisóstomo).
Si vivimos ahogados por demasiadas preocupaciones no hallará sitio la Palabra para producir fruto en nuestra ama. Cómo deberíamos recordar aquella hermosa frase de la carta a lo hebreos: “No te preocupes demasiado por lo material, pues Dios ha dicho no te abandonaré” y aquella otra del Salmo 54: “Coloca en Dios tus preocupaciones y EL te dará éxito en tus acciones”. Si esto recordáramos e hiciéramos, entonces sí que la Palabra del Señor crecería muy grande y llena de buenos frutos en nuestro espíritu, sin tantos cardos. De vez en cuando deberíamos pasearnos por el terreno de nuestra alma para arrancar esas zarzas que le están quitando vitalidad a la semilla de la Palabra Divina que nos llega del cielo a diario. Entre espinas cayó la palabra de Juan el Bautista a Herodes. La pasión sensual mató esa buena semilla y no le permitió dar fruto de conversión. Entre espinas cayó aquella palabra de Jesús al joven rico que encontramos en Lucas 18. La seducción de las riquezas ahogó aquella semilla de la Palabra de Jesús y el que habría podido llegar a ser un gran apóstol, otro San Juan por ejemplo, se quedó entre el montón de los de última clase en el Reino de Dios.

“La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, setenta o treinta veces más” (Mt 13,23).
A la actividad de Dios que siembra su palabra, debe seguir la actividad de la persona humana que escucha y practica. Dios siembra por medio de la lectura de la Sagrada Biblia. Siembra también Dios por medio de las predicaciones, de los buenos consejos, de las inspiraciones que sentimos tantas veces, de los hechos impresionantes que nos ponen a pensar, y siembra también por medio de los buenos libros.
Es por eso que deberíamos preguntarnos, ¿leo tan siquiera una página de la Santa Biblia cada semana? Nunca es tarde para empezar. Preparemos nuestra tierra que es nuestra alma, pues el Señor quiere sembrar. Quitemos toda zarza, piedras, y todo lo demás que impida una buena cosecha. Que la semilla de la Palabra Divina de su fruto en nuestra vida y que estemos dispuestos a compartir ese fruto con los demás para la gloria de Dios.

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