jueves, 10 de enero de 2013

Los Invitados al Banquete


La parábola del banquete de bodas tiene dos sentidos uno para el tiempo de Jesús y otro para los tiempos de ahora. En aquellos tiempos los judíos fueron invitados por los enviados del Señor, a formar parte del Reino de los cielos, y se negaron a aceptar la invitación. Entonces fueron invitados los pecadores, los samaritanos, los publicanos, las prostitutas, los gentiles, los paganos, los buenos y los malos. Aquellos que quizás jamás habían esperado una invitación para entrar al Reino de Dios.
La consecuencia para los invitados de aquel tiempo que no aceptaron la invitación de los enviados de Jesús, fue terrible. Por haber maltratado y matado a los apóstoles y demás evangelizadores, les llegó el ejército romano de Tito y les destruyó y quemó la ciudad y mató a sus habitantes.
Pero la parábola tiene también unas enseñanzas para los tiempos actuales:


1ª. Dios nos invita a una fiesta. A quienes nos hace la invitación para que pertenezcamos al número de los seguidores de su Hijo no nos destina a una vida de tristeza o de melancolía, sino a un verdadero banquete de gozo y alegrías santas y espirituales. Definir la religiosidad y la espiritualidad como algo triste y demasiado serio y rígido, sería una total equivocación. Nadie más alegre y lleno de gozos santos que quien vive en amistad con Dios y siguiendo fielmente las enseñanzas de su Hijo Jesús. A cada creyente se le invita a la alegría de ser seguidor fiel de Jesús y si rechaza esa invitación pierde la oportunidad de gozar una grande y auténtica alegría.

2ª. Nos recuerda que las cosas que impiden a uno aceptar la invitación para ir al Banquete del Reino de Dios no son necesariamente malas en sí mismas. Dice el Evangelio que uno se fue a ver sus campos, otro a atender a sus negocios y otro a asuntos de su hogar. No se fueron a cometer maldades ni inmoralidades, sino a dedicarse a obras normales. Es muy fácil que una persona esté tan ocupada y preocupada de las cosas de la vida que se olvide de su destino en la eternidad. Que se dedique con tanta concentración a los bienes visibles, que se olvide de los bienes invisibles que esperan. Que por estar tan atentos a las voces del mundo nos hagamos sordos a los llamados de Dios. La tragedia de la vida es que muy a menudo las cosas que ocupan el segundo lugar nos impiden dedicarnos a tratar de conseguir las que ocupan el primerísimo lugar. Son cosas buenas en sí mismas, pero nos impiden acceder a los bienes supremos que obtendríamos si nos dedicaríamos a la vida de espiritualidad y de santidad. Podemos dedicarnos con tal concentración a ganarnos la vida en esta tierra que nos olvidemos de ganarnos la vida eterna.

3ª. Si rechazamos la invitación nos perderemos inmensos gozos y alegrías. En la parábola no solo se recuerdan los castigos que les llegan a quienes rechazan la invitación de Dios, sino las alegrías que se pierden por ese rechazo. Puede ser que uno de los mayores castigos y sufrimientos que tengamos que padecer cuando nos llegue la hora de la sentencia final, sea el constatar las alegrías tan intensas y los gozos tan formidables que nos perdimos por no haber aceptado las invitaciones que Dios nos hizo para que perteneciéramos al número de los amigos y seguidores fieles de su Hijo Jesucristo.

4ª. La invitación la hace Dios por pura bondad, sin que la merezcamos. Los enviados recogieron todo lo que encontraron: buenos y malos. Dios no nos llamó porque éramos buenos sino porque EL es bueno.

Y la sala se llenó de convidados. La Iglesia es una comunidad que tiene toda clase de personas, razas y condiciones sociales, sociedad compuesta por puros y santos, malos y pecadores, trigo y cizaña. Dios nos invita a todos. No importa tanto como somos cuando recibimos su llamado. Lo más importante es que vayamos cambiando y que lleguemos a convertirnos.

“Cuando entró el rey para conocer a los que estaban sentados a la mesa y vio un hombre que no se había puesto el traje de fiesta. Le dijo: “Amigo, ¿cómo es que has entrado sin traje de bodas?” el hombre se quedó callado. Entonces el rey dijo a sus servidores; “Atenlo de pies y manos y échenlo a las tinieblas de fuera. Allí será el llorar y el rechinar de dientes”. Esta segunda partes se puede llamar una segunda parábola. En oriente, en los palacios reales o de grandes ricos había una serie de mantos elegantes, para que los invitados pobres se los colocaran, y así la sala de convite se viera hermosa y elegante. Los mantos los devolvían en la puerta al terminar la fiesta. Pero uno de aquellos invitados no quiso colocarse el dicho manto. Prefirió estar a la mesa con las ropas sucias. Dios no se fija en los vestidos de tela que cubren nuestro cuerpo, sino en los vestidos de obras buenas que lleva nuestra alma.

San Pablo dice que hay que librarse de hombre viejo o sea de nuestras malas costumbres y luego revestirse del hombre nuevo según el modelo que Jesucristo nos trazó con su vida santa y sus palabras y enseñanzas. Muchos son los llamados y Dios sigue invitando. La salvación no es automática. No basta con ser llamados, es necesario portarse bien, para lograr ser escogidos y admitidos al banquete celestial del Reino de Dios.

No hay comentarios: