domingo, 6 de enero de 2013

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR


6 de enero

Reyes MagosEl Evangelio de San Mateo (2,1-12) relata la historia de los magos.

Epifanía significa "manifestación". Jesús se da a conocer. Aunque Jesús se dio a conocer en diferentes momentos a diferentes personas, la Iglesia celebra como epifanías tres eventos:

Su Epifanía ante los Magos de Oriente: Se trata de una manifestación a los paganos, para poner de relieve que el Niño Dios que nace, viene para salvarnos a todos, independientemente de nuestra raza.

Su Epifanía del Bautismo del Señor: Manifestación a los judíos por medio de San Juan Bautista.

Su Epifanía de las Bodas de Caná: Manifestación a Sus discípulos y comienzo de Su vida pública por intercesión de su Madre María.
LOS OBSEQUIOS
Melchor, que representa a los europeos, ofreció al Niño Dios un presente de oro que atestigua su realeza. Gaspar, representante de los semitas de Asia, cuyo bien más preciado es el incienso, lo ofreció al Niño como símbolo de su divinidad. Y por último, Baltasar, negro y con barba, se identifica con los hijos de Cam, los africanos, que entregan la mirra, en alusión a su futura pasión y resurrección.
LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOSsegún las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerich.
"Vi la caravana de los tres Reyes llegando a una puerta situada hacia el Sur.
Un grupo de hombres los siguió hasta un arroyo que hay delante de la ciudad, volviéndose luego. Cuando hubieron pasado el arroyo, se detuvieron un momento para buscar la estrella en el cielo. Habiéndola divisado dieron un grito de alegría y continuaron su marcha cantando. La estrella no los conducía en línea recta, sino por un camino que se desviaba un poco al Oeste.

La gran estrella
"La estrella, que brillaba durante la noche como un globo de fuego, se parecía ahora a la luna vista durante el día; no era perfectamente redonda, sino como recortada; a menudo la vi oculta por las nubes (...) El camino que seguían los Reyes era solitario, y Dios los llevaba sin duda por allí para que pudieran llegar a Belén durante la noche, sin llamar demasiado la atención.
Los vi ponerse en camino cuando ya el sol se hallaba muy bajo. Iban en el mismo orden, en que habían venido ; Ménsor, el más joven, iba delante; luego venía Saír, el cetrino, y por fin Teóceno, el blanco, que era también el de más edad.
"Les hablaron del valle de los pastores como de un buen lugar para levantar sus carpas. Ellos se quedaron durante largo rato indecisos. Yo no les oí preguntar nada acerca del rey de los judíos recién nacido. Sabían que Belén era el sitio designado por la profecía; pero, a causa de lo que Herodes les había dicho, temían llamar la atención.
"Pronto vieron brillar en el cielo, sobre un lado de Belén, un meteoro semejante a la luna cuando aparece; montaron entonces nuevamente en sus cabalgaduras, y costeando un foso y unos muros ruinosos, dieron la vuelta a Belén, por el Sur, y se dirigieron al Oriente hacia la gruta del Pesebre, que abordaron por el costado de la llanura donde los ángeles se habían aparecido a los pastores (...) "El campamento se hallaba en parte arreglado, cuando los Reyes vieron aparecer la estrella, clara y brillante, sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia ella perpendicularmente sus rayos de luz. La estrella pareció crecer mucho y derramó una cantidad extraordinaria de luz (...)

Un gran júbilo
"De pronto sintieron un gran júbilo, pues vieron en medio de la luz, la figura resplandeciente de un niño. Todos se destocaron para demostrar su respeto; luego los tres Reyes fueron hacia la colina y encontraron la puerta de la gruta. Ménsor la abrió, viéndola llena de una luz celeste, y al fondo, a la Virgen, sentada, sosteniendo al Niño, tal como él y sus compañeros la habían visto en sus visiones.
³Volvió sobre sus pasos para contar a los otros lo que acababa de ver (...) Los vi ponerse unos grandes mantos, blancos con una cola que tocaba el suelo. Tenían un reflejo brillante, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban ligeramente a su alrededor. Eran éstas las vestiduras ordinarias para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban unas bolsas y unas cajas de oro colgadas de cadenas, cubriendo todo esto con sus amplios mantos. Cada uno de los Reyes venía seguido por cuatro personas de su familia, además de algunos servidores de Ménsor que llevaban una mesa pequeña, una tapete con flecos y otros objetos.
"Los Reyes siguieron a San José, y al llegar bajo el alero que estaba delante de la gruta, cubrieron la mesa con el tapete y cada uno de ellos puso encima las cajas de oro y los vasos que desprendieron de su cintura :
eran los presentes que ofrecían entre todos.

En el pesebre
"Ménsor y los demás se quitaron las sandalias, y José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Ménsor iban delante de él; tendieron una tela sobre el piso de la gruta, retirándose luego hacia atrás ; otros dos los siguieron con la mesa, sobre la que estaban los presentes.
Una vez llegado delante de la Santísima Virgen, Ménsor los tomó, y poniendo una rodilla en tierra, los depositó respetuosamente a sus plantas. Detrás de Ménsor se hallaban los cuatro hombres de su familia que se inclinaban con humildad. Saír y Teóceno, con sus acompañantes, se habían quedado atrás, cerca de la entrada.
"María, apoyada sobre un brazo, se hallaba más bien recostada que sentada sobre una especie de alfombra, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado en el lugar en que había nacido; pero en el momento en que ellos entraron, la Santísima Virgen se sentó, se cubrió con su velo y tomó entre sus brazos al Niño Jesús, cubierto también por su amplio velo.
Entre tanto, María había desnudado el busto del Niño, el cual miraba con semblante amable desde el centro del velo en que se hallaba envuelto; su madre sostenía su cabecita con uno de sus brazos y lo rodeaba con el otro.
Tenía sus manitas juntas sobre el pecho, y a menudo las tendía graciosamente a su alrededor (...)  Vi entonces a Ménsor que sacaba de una bolsa, colgada de su cintura, un puñado de pequeñas barras compactas, pesadas, del largo de un dedo, afiladas en la extremidad y brillantes como el oro; era su regalo, que colocó humildemente sobre las rodillas de la Santísima Virgen al lado del Niño Jesús (...) Después se retiró, retrocediendo con sus cuatro acompañantes, y Saír, el Rey cetrino, se adelantó con los suyos y se arrodilló con una profunda humildad, ofreciendo su presente con palabras conmovedoras. Era un vaso de oro para poner el incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verdoso; lo puso sobre la mesa delante del Niño Jesús.
Luego vino Teóceno, el mayor de los tres. Tenía mucha edad; sus miembros estaban endurecidos, no siéndole posible arrodillarse; pero se puso de pie, profundamente inclinado, y colocó sobre la mesa un vaso de oro con una hermosa planta verde. Era un precioso arbusto de tallo recto, con pequeños ramos crespos coronados por lindas flores blancas: era la mirra (...) Las palabras de los Reyes y de todos sus acompañantes eran llenas de simplicidad y siempre muy conmovedoras. En el momento de prosternarse y al ofrecer sus presentes, se expresaban más o menos en estos términos: «Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de todos los reyes; venimos a adorarlo y a ofrecerle nuestro homenaje y nuestros presentes». Y así sucesivamente (...)

Dulce y amable gratitud
La madre de Dios aceptó todo con humilde acción de gracias; al principio no dijo nada, pero un simple movimiento bajo su velo expresaba su piadosa emoción. El cuerpecito del Niño se mostraba brillante entre los pliegues de su manto.
Por fin, Ella dijo a cada uno algunas palabras humildes y llenas de gracia, y echó un poco su velo hacia atrás. Allí pude recibir una nueva lección.
Pensé: «con qué dulce y amable gratitud recibe cada presente! Ella, que no tiene necesidad de nada, que posee a Jesús, acoge con humildad todos los dones de la caridad. Yo también, en lo futuro, recibiré humildemente y con agradecimiento todas las dádivas caritativas» ¡Cuánta bondad en María y en José! No guardaban casi nada para ellos, y distribuían todo entre los pobres
(...)
Los honores solemnes rendidos al Niño Jesús, a quien ellos se veían obligados a alojar tan pobremente, y cuya dignidad suprema quedaba escondida en sus corazones, los consolaba infinitamente. Veían que la Providencia todopoderosa de Dios, a pesar de la ceguera de los hombres, había preparado para el Niño de la Promesa, y le había enviado desde las regiones más lejanas, lo que ellos por sí no podían darle: la adoración debida a su dignidad, y ofrecida por los poderosos de la tierra con una santa magnificencia. Adoraban a Jesús con los santos Reyes. Los homenajes ofrecidos los hacían muy felices (...)

Agasajo
"Entre tanto, José, con la ayuda de dos viejos pastores, había preparado una comida frugal en la tienda de los tres Reyes. Trajeron pan, frutas, panales de miel, algunas hierbas y frascos de bálsamo, poniéndolo todo sobre una mesa baja, cubierta con un tapete. José había conseguido estas cosas desde la mañana para recibir a los Reyes, cuya venida le había sido anunciada de antemano por la Santísima Virgen (...) En Jerusalén vi hoy, durante el día, a Herodes leyendo todavía unos rollos en compañía de unos escribas, y hablando de lo que habían dicho los tres Reyes. Después todo entró nuevamente en calma, como si se hubiera querido acallar este asunto.
"Hoy por la mañana temprano vi a los Reyes y a algunas personas de su séquito, visitando sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también, durante el día, cerca de su campamento y de sus bestias de carga, ocupados en hacer diversas distribuciones. Estaban llenos de júbilo y de felicidad, y repartían muchos regalos. Vi que entonces, se solía siempre hacer esto, en ocasión de acontecimientos felices.
"Por la noche, fueron al Pesebre para despedirse. Primero fue sólo Ménsor.
María le puso al Niño Jesús en los brazos; él lloraba y resplandecía de alegría.
Luego vinieron los otros dos, y derramaron lágrimas al despedirse. Trajeron todavía muchos presentes; piezas de tejidos diversos, entre los cuales algunos que parecían de seda sin teñir, y otros de color rojo o floreados; también trajeron muy hermosas colchas. Quisieron además dejar sus grandes mantos de color amarillo pálido, que parecían hechos con una lana extremadamente fina; eran muy livianos y el menor soplo de aire los agitaba.
Traían también varias copas, puestas las unas sobre las otras, cajas llenas de granos, y en una cesta, unos tiestos donde había hermosos ramos de una planta verde con lindas flores blancas. Aquellos tiestos se hallaban colocados unos encima de otros dentro de la canasta. Era mirra. Dieron igualmente a José unos jaulones llenos de pájaros, que habían traído en gran cantidad sobre sus dromedarios para alimentarse con ellos.

La despedida
"Cuando se separaron de María y del Niño, todos derramaron muchas lágrimas.
Vi a la Santísima Virgen de pie junto a ellos en el momento de despedirse.
Llevaba sobre su brazo al Niño Jesús envuelto en su velo, y dio algunos pasos para acompañar a los Reyes hasta la puerta de la gruta; allí se detuvo en silencio, y para dar un recuerdo a aquellos hombres excelentes, desprendió de su cabeza el gran velo transparente de tejido amarillo que la envolvía, así como al Niño Jesús, y lo puso en las manos de Ménsor. Los Reyes recibieron aquel presente inclinándose profundamente, y un júbilo lleno de respeto hizo palpitar sus corazones, cuando vieron ante ellos a la Santísima Virgen sin velo, teniendo al pequeño Jesús. ¡Cuántas dulces lágrimas derramaron al abandonar la gruta! El velo fue para ellos desde entonces la más santa de las reliquias que poseían.
"Hacia la medianoche, tuve de pronto una visión. Vi a los Reyes descansando en su carpa sobre unas colchas tendidas en el suelo, y cerca de ellos percibí a un hombre joven y resplandeciente. Era un ángel que los despertaba y les decía que debían partir de inmediato, sin volver por Jerusalén, sino a través del desierto, siguiendo las orillas del Mar Muerto.
"Los Reyes se levantaron enseguida de sus lechos, y todo su séquito pronto estuvo en pie. Mientras los Reyes se despedían en forma conmovedora de san José una vez más delante de la gruta del Pesebre, su séquito partía en destacamentos separados para tomar la delantera, y se dirigía hacia el Sur con el fin de costear el Mar Muerto atravesando el desierto de Engaddi.
"Los Reyes instaron a la Sagrada Familia a que partiera con ellos, porque sin duda alguna un gran peligro la amenazaba; luego aconsejaron a María que se ocultara con el pequeño Jesús, para no ser molestada a causa de ellos.
Lloraron entonces como niños, y abrazaron a san José diciéndole palabras conmovedoras; luego montaron sus dromedarios, ligeramente cargados, y se alejaron a través del desierto. Vi al ángel cerca de ellos, en la llanura, señalarles el camino. Pronto desaparecieron. Seguían rutas separadas, a un cuarto de legua unos de otros, dirigiéndose durante una legua hacia el Oriente, y enseguida hacia el Sur, en el desierto.
Fiesta, 6 de enero

Con los pastores pasó hace unos días un acontecimiento extraño que resultó bien. Cuidaban sus rebaños cumpliendo su rudo oficio cuando vieron una tan extraña como clara visión de ángeles que les decían cosas al principio incomprensibles y al poco rato comprobadas. Sí, allí, en un casuco, estaba el Niño del que se les habló, con su madre y un varón. Hicieron lo que pudieron en su tosquedad y carencia según mandaban las circunstancias. Como les habían asegurado que era la "Luz que iluminaba al pueblo que habitaba en sombras de muerte", de lo que tenían dieron para ayudar y para quedar bien con aquella familia que al parecer era más pobre que ellos. No les costó trabajo aceptar el milagro que era tan claro. Lo dijeron los ángeles, pues... tenían razón.

Vinieron unos Reyes. Fueron los últimos en llegar a ver a aquel Niño y si se entretienen un poco más..., pues ¡que no lo encuentran! Viajaron mucho por los caminos del mundo. Venían desde muy lejos. Pasaron miedo, frío y calor. Hasta estuvieron perdidos pero, preguntando e inquiriendo, sacaron fruto de su investigación. Aquello fue un consuelo porque tuvieron susto de haber perdido el tiempo y tener que regresar a los comienzos con el fracaso en sus reales frentes. Pero no, sabían que aquella estrella era capaz de llevarles adonde estaba Dios. También las circunstancias mandaban y adoraron y ¡cómo no! ofrecieron dones al Niño-Creador.

Los dos son caminos, la fe y la razón. Uno es sencillo, basta con que hable Dios. El otro es costoso, búsqueda constante y sincera con peligros de equivocación. La Verdad está en su sitio. Sencillez es condición. Los pastores la aprehenden y los sabios la descubren. Entrambos la sirven y entrambos son de Dios.
Consulta también, Fiesta de la Epifanía




Solemnidad de la Epifanía del Señor
fecha: 6 de enero
Solemnidad de la Epifanía del Señor, en la que se recuerdan tres manifestaciones del gran Dios y Señor nuestro Jesucristo: en Belén, Jesús niño, al ser adorado por los magos; en el Jordán, bautizado por Juan, al ser ungido por el Espíritu Santo y llamado Hijo por Dios Padre; y en Caná de Galilea, donde manifestó su gloria transformando el agua en vino en unas bodas.
refieren a este santo: Traslación de los tres magos
oración:
Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo unigénito a los pueblos gentiles, por medio de una estrella, concede a los que ya te conocemos por la fe poder contemplar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
La Epifanía, que en griego significa «aparición» o «revelación», es una fiesta destinada a celebrar principalmente la revelación de Jesucristo a los Magos o Sabios de Oriente, los cuales, por inspiración particular del Todopoderoso, fueron a adorarle, poco después de su nacimiento. Sin embargo el carácter litúrgico del día conmemora igualmente -y así lo recoge el Martirologio Romano- otras dos manifestaciones del Señor: la primera es la de su bautismo, en el que el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma, al mismo tiempo que una voz del cielo decía: «Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo mis complacencias»; la segunda es la revelación de su poder, en el primero de sus signos: la transformación del agua en vino, en Caná, donde manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él. Por todo esto la festividad merece respeto y reverencia, especialmente por parte de nosotros los gentiles, que en tal fecha fuimos llamados a la fe y adoración del verdadero Dios, en la persona de los Magos.
Sin decirnos cuántos eran, la Biblia llama «magos» o «sabios» a los gentiles que acudieron a Belén a rendir homenaje al Redentor del mundo, obedeciendo al divino llamado. La opinión común, apoyada por la autoridad de San León, Cesario, Beda y otros, sostiene que eran tres. En todo caso, el número era reducido en comparación con el de aquellos que vieron la estrella y no le prestaron atención; admiraron su brillo extraordinario y permanecieron sordos a su mensaje; esclavizados por su egoísmo y sus pasiones, endurecieron sus corazones al llamamiento del Señor. Decididos a seguir el divino llamamiento, a pesar de todos los peligros, los Magos se informaron en Jerusalén y fueron hasta la misma corte del rey Herodes preguntando: «¿Dónde ha nacido el Rey de los Judíos?» De acuerdo con las profecías de Jacob y David, toda la nación judía estaba en espera del Mesías. Como las profecías detallaban las circunstancias de su nacimiento, los Magos supieron pronto, por las informaciones del Sanhedrín o gran Consejo de los judíos, que el profeta Miqueas había predicho, muchos siglos antes, que el Mesías nacería en Belén.
Los Magos se pusieron inmediatamente en camino, a pesar del mal ejemplo que les daban los miembros del Sanhedrín, ya que ningún escriba, ni sacerdote se mostró dispuesto a acompañarles a buscar y rendir homenaje a su propio Rey. Para fortalecer su fe, Dios hizo brillar nuevamente la estrella en cuanto salieron de Jerusalén, y ésta los guió hasta el sitio en que se hallaba el Salvador que venían a adorar. Deteniéndose sobre la cueva, la estrella parecía decirles: «Aquí encontraréis al Rey que os ha nacido». Los Magos penetraron en el pobre albergue, más lleno de gloria que todos los palacios del mundo, donde encontraron al Niño con su Madre. Postrándose, le adoraron y le entregaron sus corazones. San León celebra la fe y devoción de los Magos con estas palabras: «La estrella los llevó a adorar a Jesús; pero no encontraron a éste venciendo a los demonios, o resucitando a los muertos, o dando vista a los ciegos y voz a los mudos. Jesús no hacía milagros. Estaba allí como un recién nacido, sin palabra y totalmente dependiente de su Madre. Su poder estaba oculto y su único milagro era la humildad». Los Magos ofrecieron a Jesús los más ricos productos de sus tierras: oro, incienso y mirra. El oro, para manifestar que reconocían su dignidad real; el incienso, como una confesión de su divinidad; la mirra, como símbolo de que se había hecho hombre para redimir al mundo. Pero sus más ricos regalos fueron las disposiciones en que se hallaban: su ardiente caridad, simbolizada en el oro; su devoción, figurada por el incienso, y la total entrega, representada por la mirra.
La más antigua mención de la celebración de una fiesta cristiana el 6 de enero, parece ser la de los «Stromata» (1:21) de Clemente de Alejandría, quien murió antes del año 216. Dicho autor afirma que la secta de los Basilianos celebraba la conmemoración del Bautismo del Señor con gran solemnidad, en fechas que parecen corresponder al 10 y al 6 de enero. Esto tendría en sí mismo poca importancia, si no existieran abundantes pruebas de que en los dos siglos siguientes, el 6 de enero se convirtió en una festividad principal en la Iglesia de Oriente, y que tal festividad estaba estrechamente relacionada con el Bautismo del Señor. En un documento conocido con el nombre de «Cánones de Atanasio», cuyo texto pertenece básicamente a la época de san Atanasio, digamos hacia el año 370, el autor nos dice que las tres fiestas más importantes del año eran Pascua, Pentecostés y Epifanía. El mismo documento prescribe a los obispos que reúnan a los pobres en las ocasiones solemnes, particularmente «en la gran fiesta del Señor» (Pascua), en Pentecostés, «cuando el Espíritu Santo descendió sobre su Iglesia», y en «la fiesta de la Epifanía del Señor en el mes de Tubi, es decir, la fiesta de su Bautismo» (canon 16). El canon 66 repite: «la fiesta de la Pascua, la fiesta de Pentecostés y la fiesta de la Epifanía, que es el decimoprimero día del mes de Tubi.»
Según las ideas del Oriente, la primera manifestación del Salvador a los gentiles coincide con las divinas palabras: «Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo mis complacencias». Los Padres griegos opinan que la Epifanía, llamada también por ellos «Teofanía» («Manifestación de Dios») e «Iluminación», se identificaba originalmente con la escena del Jordán. En un sermón predicado en Antioquía, el año 386, san Juan Crisóstomo se pregunta: «¿Por qué se llama Epifanía, no al día del nacimiento del Señor sino al día de su Bautismo?» Y, después de discutir algunos detalles de la observancia litúrgica, especialmente el agua bendita que los fieles llevaban a sus casas y conservaban todo el año (el santo se inclina a pensar que el hecho de que el agua no se corrompa es un milagro), responde a su propia pregunta: «Llamamos Epifanía al día del Bautismo del Señor, porque al nacer no se manifestó a todos, como lo hizo en el Bautismo. Hasta ese momento había permanecido oculto al pueblo». También san Jerónimo, que vivía cerca de Jerusalén, testifica que la única fiesta que se celebraba entonces allí era la del 6 de enero, para conmemorar el nacimiento y el Bautismo de Jesús. A continuación explica que la idea de «manifestación» no se aplica propiamente al nacimiento, «porque Jesús permaneció entonces oculto y no se reveló», sino más bien al Bautismo en el Jordán, «cuando el cielo se abrió sobre Cristo».
Fuera de Jerusalén, donde, según nos dice Egeria (c. 395), cuyo testimonio concuerda con el de san Jerónimo, la fiesta de la Navidad y la Epifanía se celebraban el mismo día (6 de enero). La costumbre occidental de celebrar por separado la Navidad el 25 de diciembre se impuso en el siglo IV, y se difundió rápidamente, desde Roma a todo el Oriente cristiano. San Juan Crisóstomo nos informa que el 25 de diciembre fue celebrado por primera vez en Antioquía, hacia el año 376. Constantinopla adoptó dicha fiesta, dos o tres años más tarde, y san Gregorio de Nissa, en la oración fúnebre por su hermano san Basilio, explica que la Capadocia adoptó la costumbre hacia la misma época. Por otra parte, la festividad del 6 de enero, de origen oriental indudablemente, se convirtió en fiesta de la Iglesia de Occidente, como una especie de compensación, antes de la muerte de san Agustín. La encontramos registrada por primera vez en Vienne, en la Galia. El historiador pagano Amiano Marcelino, describiendo la visita del emperador Juliano a las iglesias, habla de «la fiesta de enero que los cristianos llaman Epifanía». San Agustín acusa a los donatistas de no haber adoptado, como los católicos, la nueva festividad de la Epifanía. Alrededor del año 380 se celebraba ya dicha festividad en Zaragoza, y en el año 400 era una de las fiestas en que estaban prohibidos los juegos del circo.
Sin embargo, aunque el día de la celebración era el mismo, el carácter de la fiesta de la Epifanía en Oriente y Occidente era distinto. En Oriente, el motivo principal de la fiesta sigue siendo hasta el día de hoy el Bautismo del Señor, y la gran bendición del agua es uno de los ritos principales. En Occidente, por el contrario, se hace hincapié en el viaje y la adoración de los magos. Así sucedía ya desde la antigüedad, como lo demuestran los sermones de san Agustín y san León. Cierto que el Bautismo del Señor y el milagro de Caná están incluidos también en la fiesta; pero, aunque encontramos en san Paulino de Nola (principios del siglo V), y un poco después en san Máximo de Turín, alusiones muy claras a estos dos hechos en su interpretación de las solemnidades del día, hay que reconocer que en la práctica la Iglesia de Occidente sólo celebra la revelación del Señor a los gentiles, representados por los Magos.
Ver H. Leclercq, Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. V, pp. 197-201: Vacandard, Etudes de critique et d´histoire religieuse, vol. III, pp. 1-56; Hugo Kehrer, Die heiligen drei Könige (1908), vol. I, pp. 46-52 y 21-31; Duchense, Christian Worship, pp. 257-265; Usener-Lietzmann, Religionsgeschichtlche Untersuchungen, pt. I; Kellner, Heortology, pp. 166-173; G. Morin, en Revue Bénédictine, vol. V (1888), pp. 257-264; F. C. Conybeare, en Rituale Armenorum, pp. 165-190; especialmente Dom de Puniet, en Rasegna Gregoriana, vol. V (1906), pp. 497-514. Ver también Riedel y Crum, The Canons of Athanasius, pp. 27, 131; Anécdota Maredsolana, vol. III, pp. 396-397; Rasegna Gregoriana, vol. X (1911), pp. 51-58; y Migne, PG., vol. XLIX, p. 366 (Crisóstomo), y PL., vol. XXV, cc. 18-19 (Jerónimo), vol. XXXVIII, c. 1033 (Agustín).
Cuadros:
-Adoración de los Magos, panel central del tríptico, de Hieronymus Bosch, aprox. 1510, óleo sobre madera, 138 x 72 cm, Museo del Prado, Madrid.
-Las bodas de Caná, de Marten de Vos, de 1596, óleo sobre panel, 268 x 235 cm, Vrouwekathedraal, Amberes.

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