jueves, 16 de mayo de 2013

Crispín de Viterbo, Santo


Capuchino, Mayo 19
 
Crispín de Viterbo, Santo
Crispín de Viterbo, Santo

Un santo alegre

Nací con el nombre de Pietro (Pedro) Fiorentti, en Viterbo, Italia, el 13 de noviembre de 1668.

A pesar de que me consideran un santo alegre, la impresión que me queda de mi infancia es la muerte de mi padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano- me quería mucho y me envió, primero, a la escuela de los Jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde estuve hasta los 25 años en que me fui a los frailes.

Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar misas y ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi tío solía decirle a mi madre: «Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no crece porque no come?» Y en adelante él se encargaba de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le dijo a mi madre: «Déjalo que haga lo que quiera, porque mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo».

Capuchino como San Félix

La gota que colmó el vaso para que me decidiera a hacerme Capuchino fue el ver a un grupo de novicios que había bajado a la iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia; pero en realidad ya lo había pensado mucho y había leído y releído la Regla de San Francisco, por lo que mi opción era madura. Además no quería ser sacerdote, sino como San Félix de Cantalicio, hermano laico.

Inmediatamente me fui a hablar con el Provincial, quien me admitió en la Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares, empezando por mi madre. La pobre ya era mayor y con una hija soltera a su cargo; además, no comprendía que, habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, no quisiera ser sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré que las atendieran unas personas del pueblo y me marché al noviciado.

Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a
Crispín de Viterbo, Santo
Crispín de Viterbo, Santo
pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó: «Bueno, si al Provincial le compete el recibir a los novicios, a mí me toca probarlos».

Y bien que me probó. Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de que resistía, me mandó como ayudante del limosnero para que cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por último, no se le ocurrió otra cosa que nombrarme enfermero para que atendiera a un fraile tuberculoso. Parece que no lo hice del todo mal, pues tanto el enfermo como el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos, de haberme tenido como enfermero y como novicio.

Una vez profesé me enviaron por distintos conventos, hasta que recalé en Orvieto. Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir, toda mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.

Durante los cincuenta años que estuve con los frailes hice de todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero, enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era una bestia para estar en la sombra, sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría de mi vida se quemó buscando comida para los frailes y atendiendo las necesidades de la gente.

Pidiendo pan y dando cariño

Lo primero que hacía antes de salir del convento era cantar el Ave, maris stella; después, rosario en mano, me dirigía a la limosna, que, de ordinario, solía hacer pronto. Para ahorrar tiempo le pedía antes al cocinero qué necesitaba, y así me limitaba a pedir solamente lo necesario.

Como había muchos pobres, procuraba dirigir las limosnas que sobraban a una casa del pueblo para que desde allí se redistribuyeran; así satisfacía la solidaridad de los pudientes y la necesidad de los pobres.

Tan convencido estaba de que gran parte de la miseria proviene de la injusticia, que no me podía contener ante los abusos de los patronos para con los trabajadores. Cuando alguno tenía que venir al convento procuraba que lo trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena gana.

Una vez que un defraudador me pidió que rogara por su salud, le contesté que cuando pagase lo que debía a sus acreedores y a su servidumbre entonces pediría a la Virgen que lo curara. Y es que me gustaba visitar a los enfermos y encarcelados; no sólo para darles buenos consejos sino para remediarles, en la medida de mis posibilidades, sus necesidades.

No sé por qué, la gente acudía a mí en busca de remedios y se iba con la sensación de que hacía milagros. Incluso me cortaban trozos del manto para hacerse reliquias; hasta que no pude más y les grité: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le cortaseis la cola a un perro.. . ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un asno que pasa!»

Sin embargo no todo era pedir limosna y atender a la gente. Esto era la consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso conlleva mucho tiempo de estar con él y aprender sus actitudes. Mi devoción a la Virgen me ayudó mucho. Me gustaba exteriorizar mis sentimientos para con ella adornando sus altares. Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una imagen de María en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros, se alimentasen y cantasen, ya que hubiera querido que todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en todo momento a la madre de Dios.

El reuma y la gota acabaron conmigo. Ya no podía casi andar y tuve que retirarme a la enfermería de Roma. Pero allí también la gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía a mí si no era ni santo ni profeta?

En el mes de mayo la enfermedad fue a más. Para no estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero que no me moriría ni el 17 ni el 18. Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó en su compañía el 19 de mayo de 1750.

Tengo el singular honor de ser el primer santo canonizado por el Papa Juan Pablo II, acto que se realizó el 20 de junio de 1982.


San Crispín de Viterbo, religioso
fecha: 19 de mayo
n.: 1668 - †: 1750 - país: Italia
otras formas del nombre: Pietro Fioretti
canonización: B: Pío VII 7 sep 1806 - C: Juan Pablo II 20 jun 1982
hagiografía: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.
En Roma, san Crispín de Viterbo, religioso de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, que mientras recorría los pueblos de las montañas para mendigar limosna, enseñaba los rudimentos de la fe a los campesinos.
oración:
Sonriente san Crispín, ayúdanos a despojarnos del miedo a la alegría, destierra en nosotros el opaco y grisáceo comportamiento y haz que entre los cristianos estén bien vistas las carcajadas. Toda tristeza es indigna de la Pascua eterna. Amén.

Crispín, en el bautismo llamado Pedro, nació en Viterbo de una modesta familia el 13 de noviembre de 1668, recibió de sus padres Ubaldo y Marcia Fioretti, una profunda educación cristiana. frecuentó los primeros años de la escuela y, aunque débil de constitución, se impuso pronto voluntarias penitencias y se dedicó al trabajo como aprendiz de zapatero. Deseoso de llevar una vida austera y consagrada a Dios, el 22 de julio de 1693 fue admitido en el noviciado en el convento de los Hermanos Menores Capuchinos de Palanzana, cerca de su ciudad natal. Hecha la profesión religiosa al año siguiente, fue destinado a ayudante de cocina en el convento de la Tolfa. Eligió el nombre de Crispín por el patrono de lso zapateros.

Su personalidad de asceta, su estilo de juglar del buen Dios y de nuestra Señora se manifestaron pronto, dondequiera fuese. Amante de la pobreza, dotado de un ánimo generoso y sensible a las manifestaciones de gozo, pleno de caridad y de preocupación fraterna por los pecadores, los pobres, los encarcelados, los niños abandonados, sabía ser útil y agradable en los diversos oficios: era al mismo tiempo hortelano, enfermero, cocinero y limosnero. Jovial por temperamento y por coherencia con el ideal franciscano, sabía hacer amar la virtud y consolar a los que sufrían: con edificante simplicidad entonaba canciones y construía altarcitos para honrar a nuestra Señora, su «Madre y Señora dulcísima», componía versos y recitaba poesías. A un cohermano que le reprochaba este modo de actuar como inconveniente a su estado, le respondió: «Yo soy el heraldo del gran Rey! Déjame cantar como cantaba San Francisco. Estos cantos producirán bien en el ánimo de quien escuche. Pero siempre con la ayuda de Dios y de su gran Madre».

Tenía un tacto especial para acercarse a los que sufrían, enfermos, y débiles, y a él se acercaba toda clase de personas para encomendarse a sus oraciones y pedirle consejo. Su ilimitada confianza en la Divina Providencia y su unión con Dios fueron a menudo premiadas con milagros y carismas. Lo buscaban para aconsejarse inclusive prelados, nobles y doctos, no cambiaba su actitud humilde y modesta. Después de jornadas de intenso trabajo se refugiaba siempre en la oración ante el Santísmo Sacramento o a los pies de la Virgen. Agotado por el cansancio y las penitencias pasó sus últimos años en Roma, en el convento de la Santísima Concepción, en la Vía Vittorio Véneto.

El cardenal Trèmouille, embajador del rey de Francia, gravemente enfermo, hizo llamar a sí al santo religioso, quien lo curó con sus oraciones. Mientras un día Clemente XIV escuchaba la misa en la iglesia de los Capuchinos, su camarero fue aquejado de gravísimos dolores, fenómeno que le sucedía con frecuencia y ningún médico había logrado remediarlo. Crispín lo condujo al altar de la Virgen y la curación fue instantánea.

A los 82 años de edad, el 19 de mayo de 1750 murió serenamente, tras lo cual llegó una turba de devotos deseosos de verlo y de tener alguna reliquia suya. Los milagros se multiplicaron. Fue beatificado en 1806 y canonizado por SS Juan Pablo II el 20 de junio de 1982; fue la primera canonización de este Papa.

En el Directorio Franciscano pueden leerse biografías más extensas y detalladas del santo (varias «Vidas» por distintos autores, y una también de autor, pero contada en primera persona), así como la versión castellana de la homilía de SS Juan Pablo II en la misa de canonización.


San Crispín de Viterbo (1668-1750)
Homilía de Juan Pablo II, en la misa de canonización
.
El 20 de junio de 1982, el Papa canonizó al capuchino italiano, el beato Crispín de Viterbo; era la primera vez que Juan Pablo II realizaba una canonización. Fr. Crispín nació en Viterbo el 13 de noviembre de 1668. Huérfano de padre, la madre se ocupó de su educación religiosa. Hasta los 25 años trabajó en el taller de su tío que era zapatero. En 1693 vistió el hábito capuchino en el convento de Palanzana. Tomó el nombre de Crispín en homenaje a san Crispín, patrono de los zapateros. Estuvo en diversos conventos, hasta que en 1709 fue trasladado a Orvieto, donde comenzó a ejercer el oficio de limosnero, y donde permaneció casi cuarenta años. Murió en Roma el 19 de mayo de 1750.
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Éste es un día solemne para nosotros, pues somos invitados a contemplar la gloria celestial y el gozo indefectible de Crispín de Viterbo, incluido por la Iglesia en el número de los Santos, es decir, entre aquellos que han alcanzado la visión beatífica de Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tras la peregrinación terrena ofreciéndonos confirmación alentadora de la afirmación paulina: «Los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8,18).
Día de alegría sobre todo para los religiosos de la Orden Franciscana de los Frailes Menores Capuchinos, que se gozan del honor tributado a este hermano suyo que tuvo hambre y sed de justicia y fue saciado (cf. Mt 5,6), y elevan su acción de gracias al Omnipotente por la bondad misericordiosa con que ha querido darles un nuevo confesor de la fe que, en este año conmemorativo del VIII centenario del nacimiento de san Francisco, se suma a los otros Santos de la gran familia de los capuchinos.
Al declarar Santo a Crispín de Viterbo, decretando que sea honrado como tal devotamente para honor de la Santísima Trinidad e incremento de la vida cristiana (cf. Fórmula de canonización), la Iglesia nos asegura que este humilde religioso combatió la buena batalla, mantuvo la fe, perseveró en la caridad y alcanzó la corona de justicia que le había preparado el Señor (cf. 2 Tim 4,7-8). Ciertamente fray Crispín perseveró ante el Señor y en su servicio durante la vida terrena, y el Señor ahora es su herencia feliz para siempre (cf. Dt 10,8-9).
Por seguir a Cristo Jesús se negó a sí mismo, es decir, a los ideales puramente humanos, y tomó su cruz, la tribulación diaria, sus límites personales y los ajenos, preocupado sólo de imitar al Maestro divino, y así salvó perfecta y definitivamente su vida (cf. Mt 16,23-25). «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (ib., 26). El interrogante evangélico que acabamos de leer nos interpela e invita a fijar la mirada en la meta feliz que alcanzó ya nuestro Santo y que con certeza absoluta está también reservada a nosotros, en la medida en que nos neguemos a nosotros mismos y sigamos al Señor cargando con el peso de nuestra jornada de trabajadores laboriosos.
En este momento suba nuestra gratitud emocionada hacia Dios autor de la gracia, que llevó a su siervo fiel Crispín a la perfección evangélica más alta, e imploremos por su intercesión al mismo tiempo «practicar incesantemente la verdadera virtud, a la que está prometida la bienaventurada paz del cielo» (Oración del día).
Seguir a Jesús por el camino de las Bienaventuranzas
2. Y ahora reflexionemos de modo particular sobre el mensaje de santidad de fray Crispín de Viterbo.
Eran los tiempos del absolutismo del Estado, de luchas políticas, nuevas ideologías filosóficas, inquietudes religiosas (piénsese en el jansenismo), de alejamiento progresivo de los contenidos esenciales del cristianismo. En su angustioso afán histórico, a la búsqueda incesante de metas más altas de progreso y bienestar, la humanidad está periódicamente tentada de falsa autonomía y rechazo de las categorías evangélicas, y por ello tiene necesidad imprescindible de Santos, es decir, de modelos que expresen concretamente con la vida la realidad de la trascendencia y el valor de la Revelación y de la Redención actuada por Cristo.
En el autosuficiente siglo de las luces, ésta fue cabalmente la misión de san Crispín de Viterbo, humilde hermano capuchino, cocinero, enfermero, hortelano y cuestor en Orvieto durante casi cuarenta años al servicio de su convento. Por misericordia divina, una vez más encontraron realización elocuente en este Santo las palabras proféticas de Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque así te plugo» (Mt 11,25-26). Dios hace maravillas por obra de los humildes, incultos y pobres, para que se reconozca que todo progreso salvífico, incluso terreno, responde a un designio de su amor.
3. El primer aspecto de santidad que deseo resaltar en san Crispín es la alegría. Su afabilidad era conocida de todos los orvietanos y de cuantos se le acercaban, y la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia custodiaba su corazón y sus pensamientos (cf. Flp 4,5-7). Alegría franciscana la suya, sostenida por un carácter muy comunicativo y abierto a la poesía, pero nacida sobre todo de un amor grande al Señor y de confianza invencible en su Providencia. «Quien ama a Dios con pureza de corazón –solía decir–, vive feliz y muere contento.»
4. La segunda actitud ejemplar es ciertamente su heroica disponibilidad para con los hermanos y también para con los pobres y necesitados de todas las categorías. En efecto, a este propósito se debe decir que mientras fray Crispín pedía humildemente medios de subsistencia para su familia conventual, su tarea principal consistía en prestar ayuda espiritual y material hasta transformarse en expresión viviente de caridad. Resulta increíble de verdad su obra en el campo religioso y caritativo por la paz, la justicia y la prosperidad verdadera. Nadie pasa desapercibido a su atención, interés y buen corazón; va al encuentro de todos utilizando remedios perspicaces e incluso con intervenciones que parecen entrar en el ámbito de lo extraordinario.
5. Otro empeño particular de su santa vida fue desplegar una catequesis itinerante. Era un «lego docto», que cultivaba el conocimiento de la doctrina cristiana con los medios a su disposición, sin descuidar instruir a los otros en la misma verdad. El tiempo de pedir limosna era tiempo de evangelización a la vez.
Estimulaba a la fe y a la práctica religiosa con lenguaje sencillo, agradable al pueblo, lleno de máximas y aforismos. Su sabia catequesis se hizo notar pronto y atrajo a personajes del ambiente eclesiástico y civil, ansiosos de aprovecharse de su consejo. Por ejemplo, la siguiente es una síntesis profunda y luminosa de vida cristiana: «El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, su misericordia nos salva.» Las máximas le brotaban del corazón, solícito de ofrecer el alimento que no perece junto con el pan que sustenta el cuerpo: la luz de la fe, la valentía de la esperanza, el fuego del amor.
6. Y, en fin, deseo destacar su devoción a María Santísima, tierna y vigorosa a un mismo tiempo; la llamaba «Señora Madre mía», y bajo su protección desplegó su vida de cristiano y religioso. A la intercesión de la Madre de Dios confió fray Crispín súplicas y afanes humanos que encontraba a lo largo del camino mientras pedía limosna; y cuando se le rogaba que orara por casos y situaciones graves, solía decir: «Déjame hablar un poco con mi Señora Madre y después vuelve.» Respuesta sencilla pero plenamente imbuida en sabiduría cristiana que revelaba confianza total en la solicitud maternal de María.
7. La vida escondida, humilde y obediente de san Crispín, rica en obras de caridad y sabiduría estimulante, encierra un mensaje para la humanidad de hoy que espera el paso alentador de los Santos, como lo esperaba en la primera mitad del siglo XVIII. Hijo auténtico de san Francisco de Asís, a nuestra generación ebria muchas veces por sus logros, ofrece una lección de entrega humilde y confiada a Dios y a sus designios de salvación, de amor a la pobreza y a los pobres, de obediencia a la Iglesia y de confianza en María, signo grandioso de misericordia divina también en el oscuro cielo de nuestro tiempo, según el mensaje alentador para la generación presente, brotado de su Corazón Inmaculado.
Elevemos oraciones a nuestro Santo que ha alcanzado el gozo definitivo del cielo, donde no hay «muerte ni duelo ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Ap 21,4).
¡San Crispín! Aleja de nosotros la tentación de las cosas superfluas e insuficientes, enséñanos a comprender el valor verdadero de nuestra peregrinación terrena, infúndenos la fuerza que necesitamos para cumplir la voluntad del Altísimo entre gozos y dolores, fatigas y esperanzas.
Intercede por la Iglesia y por la humanidad entera, necesitada de amor, justicia y paz.
Amén. Aleluya.
 



 

No hay comentarios: