miércoles, 15 de mayo de 2013

Domingo de Pentecostés

C - Domingo de Pentecostés
Primera: Hch 2,1-11; Salmo 104; Segunda: 1Co 12, 3b-7. 12-13; Evangelio: Jn 20,19-23
 
C - Domingo de Pentecostés
C - Domingo de Pentecostés
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Sagrada Escritura.

Primera: Hch 2,1-11
 
Capítulo 2
1 Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar.
2 De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban.
3 Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos.
4 Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.
5 Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo.
6 Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua.
7 Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos?
8 ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?
9 Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor,
10 en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma,
11 judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».
 
 

Salmo 104
 
SALMO 104
1 Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Estás vestido de esplendor y majestad
2 y te envuelves con un manto de luz.
Tú extendiste el cielo como un toldo
3 y construiste tu mansión sobre las aguas.
Las nubes te sirven de carruaje
y avanzas en alas del viento.
4 Usas como mensajeros a los vientos,
y a los relámpagos, como ministros.
5 Afirmaste la tierra sobre sus cimientos:
¡no se moverá jamás!
6 El océano la cubría como un manto,
las aguas tapaban las montañas;
7 pero tú las amenazaste y huyeron,
escaparon ante el fragor del trueno.
8 Subieron a las montañas,
bajaron por los valles,
hasta el lugar que les habías señalado:
9 les fijaste un límite que no pasarán,
ya no volverán a cubrir la tierra.
10 Haces brotar fuentes en los valles,
y corren sus aguas por las quebradas.
11 Allí beben los animales del campo,
los asnos salvajes apagan su sed.
12 Las aves del cielo habitan junto a ellas
y hacen oír su canto entre las ramas.
13 Desde lo alto riegas las montañas,
y la tierra se sacia con el fruto de tus obras.
14 Haces brotar la hierba para el ganado
y las plantas que el hombre cultiva,
para sacar de la tierra el pan
15 y el vino que alegra el corazón del hombre,
para que él haga brillar su rostro con el aceite
y el pan reconforte su corazón.
16 Se llenan de savia los árboles del Señor,
los cedros del Líbano que él plantó;
17 allí ponen su nido los pájaros,
la cigüeña tiene su casa en los abetos;
18 los altos peñascos son para las cabras,
y en las rocas se refugian los erizos.
19 Hiciste la luna para medir el tiempo,
señalaste el sol el momento de su ocaso;
20 mandas la oscuridad, y cae la noche:
entonces rondan las fieras de la selva
21 y los cachorros rugen por la presa,
pidiendo a Dios su alimento.
22 Haces brillar el sol y se retiran,
van a echarse en sus guardias:
23 entonces sale el hombre a trabajar,
a cumplir su jornada hasta la tarde.
24 ¡Qué variadas son tus obras, Señor!
¡Todo lo hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas!
25 Allí está el mar, grande y dilatado,
donde se agitan, en número incontable,
animales grandes y pequeños.
26 Por él transitan las naves, y ese Leviatán
que tú formaste para jugar con él
27 Todos esperan de ti
que les des la comida a su tiempo:
28 se la das, y ellos la recogen;
abres tu mano, y quedan saciados.
29 Si escondes tu rostro, se espantan;
si les quitas el aliento, expiran y vuelven al polvo.
30 Si envías tu aliento, son creados,
y renuevas la superficie de la tierra.
31 ¡Gloria al Señor para siempre,
alégrese el Señor por sus obras!
32 El mira, y la tierra se estremece;
 toca las montañas, y echan humo.
33 Cantaré al Señor toda mi vida;
mientras yo exista, celebraré a mi Dios:
34 que mi canto le sea agradable,
y yo me alegraré en el Señor.
35 Que los pecadores desaparezcan de la tierra
y los malvados ya no existan más.
¡Bendice al Señor, alma mía!
¡Aleluya!
 

Segunda: 1Co 12, 3b-7. 12-13
 
Capítulo 3
 
3 ya que siguen siendo carnales. Los celos y discordias que hay entre ustedes, ¿no prueban acaso, que todavía son carnales y se comportan de una manera puramente humana?
4 Cuando uno dice: «Yo soy de Pablo», y el otro: «Yo de Apolo», ¿acaso no están procediendo como lo haría cualquier hombre?
5 Después de todo, ¿quién es Apolo, quién es Pablo? Simples servidores, por medio de los cuales ustedes han creído, y cada uno de ellos lo es según lo que ha recibido del Señor.
6 Yo planté y Apolo regó, pero el que ha hecho crecer es Dios.
7 Ni el que planta ni el que riega valen algo, sino Dios, que hace crecer.
12 Ustedes han comprobado en mí los rasgos que distinguen al verdadero apóstol: paciencia a toda prueba, signos, prodigios y milagros.
13 ¿Qué tienen de menos que las otras Iglesias, sino que no he sido una carga para ustedes? Perdónenme si los ofendo
 
 
Evangelio: Jn 20,19-23

19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!».
20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
21 Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»
22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo.
23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Nexo entre las lecturas

El Espíritu Santo que el Señor había prometido a sus apóstoles, se derrama hoy profusamente sobre ellos y los llena de un santo ardor para anunciar la buena noticia de la resurrección del Señor. Nuestra meditación se concentra en este día en la persona del Espíritu Santo y su acción santificadora en el corazón de los apóstoles. Los hechos de los apóstoles nos narran el evento mismo de Pentecostés. Los discípulos reunidos en oración con María, son iluminados por la acción del Espíritu santificador e inician su actividad de predicación (1 L). San Pablo, en la primera carta a los corintios, subraya que sólo gracias a la acción del Espíritu podemos llamar a Cristo, el Señor, es decir, sólo gracias al Espíritu Santo podemos proclamar su divinidad (2L). El evangelio nos presenta a Jesús resucitado que confiere a sus apóstoles poder para perdonar los pecados por la recepción del Espíritu Santo. En la predicación, en la proclamación de la fe, en la administración de los sacramentos es el Espíritu Santo quien obra y da fuerzas al apóstol.


Mensaje doctrinal

1. Jesús envía el Espíritu Santo. Jesucristo envía el Espíritu Santo, abogado y defensor, santificador de las almas. En verdad, el Espíritu Santo nos precede y despierta en nosotros la fe, de tal modo que sólo quien posee el Espíritu Santo puede proclamar que Cristo es Señor. El Espíritu Santo -dice el Catecismo de la Iglesia Católica- con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva: "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo". Él nos lleva al conocimiento profundo de Cristo, de su obra redentora, de su amor a los hombres. Él despierta en nosotros la nostalgia de Dios, nos da aquella suavidad que es necesaria para creer y para abandonarse incondicionalmente en la Voluntad de Dios. No obstante, es el "último" en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.

Creer en el Espíritu Santo es profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, "que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" como proclama el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. Aquél que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4,6) es realmente Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica expone sucintamente la acción conjunta de Cristo y el Espíritu Santo: “Jesús es Cristo, "ungido", porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud. Cuando por fin Cristo es glorificado, puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él”. (Catecismo de la Iglesia Católica n.690).


2. La misión del Espíritu Santo. Hemos recordado que, una vez que el Señor envía su Espíritu sobre los hijos de adopción, sobre todos los hombres redimidos, su acción será: unirlos a Cristo y hacerlos vivir en Él. Es necesario analizar brevemente estos dos puntos:

a) Unirlos a Cristo. El Espíritu Santo nos une a Cristo. Nos ayuda a ver a Cristo Señor en su divinidad y en su humanidad, a sentirlo como compañero “incomparable” de nuestras vidas. La amistad con el Espíritu Santo es la que nos ofrece ese conocimiento íntimo y experiencial de Cristo. Por eso, nunca debemos de cansarnos de promover en nosotros y en las almas, esa amistad sencilla, espontánea, generosa con el Espíritu Santo. Por el bautismo, Él habita en nosotros, somos templos suyos, Él nos conduce a la verdad completa, Él nos revela el corazón de Cristo. Así, quien tiene devoción al Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, llega a un más profundo y mejor conocimiento de Cristo y su obra redentora y del Padre y su amor infinito.

b) El Espíritu Santo nos hace vivir en Cristo. En realidad los diálogos íntimos que sostiene el alma con el Espíritu Santo la van conduciendo a una concepción de la vida, de los hombres, del mundo. El Espíritu Santo va “cristificando” a cada uno, lo lleva a la verdad completa. La amistad con el Espíritu Santo es una amistad que exige una constante atención, un saber escuchar y un actuar fielmente, cueste lo que cueste, según le agrade al dulce «Huésped del alma». En los coloquios y diálogos que de día y de noche se sostienen con Él es donde se va aprendiendo el verdadero sentido del tiempo y la eternidad, de la fidelidad en el amor, de la vanidad de todas las cosas que no sean Dios y de la relatividad de cuanto nos ocurre en el trato con las criaturas. Él nos enseña a amar, nos enseña a perdonar, nos enseña a olvidar las injurias; a buscar y hacer el bien sin esperar recompensa; a confiar en Dios y a amarle sobre todas las cosas.

Todo esto es vivir en Cristo y, sobre todo, nos ayuda a comprender nuestra parte en la obra de la salvación. Nos convierte en apóstoles aguerridos, nos hace sentir las necesidades de la Iglesia, de las almas. Si somos sacerdotes, nos da un santo celo para gastarnos y desgastarnos por los fieles; si somos religiosos nos ayuda a comprender más a fondo las exigencias de la “séquela Christi”; si somos padres nos ayuda a perseverar en la misión de educar en la fe, en la moral y en todo aquello que es propiamente humano a nuestros hijos. En fin, el Espíritu Santo nos ayuda a comprender nuestra misión en la vida como miembros del Cuerpo de Cristo. Nos ayuda a vivir “en Cristo”.


Sugerencias pastorales

1. Cultivo de la amistad con el Espíritu Santo. A las personas de nuestras comunidades podemos ofrecerles un camino inefable y sencillo de santificación. Se trata de cultivar una íntima amistad con el Espíritu Santo. Hay que ayudar a cada persona a descubrir que tienen, si viven en gracia, un “dulce huésped” en su corazón y que son templos vivos del Espíritu de Dios. Nada les impide establecer diálogos espontáneos, llenos de candor y sencillez con Él. Él ilumina sus vidas, es decir, ilumina su inteligencia para comprender mejor el amor de Dios; Él fortalece su voluntad para que puedan perseverar en el camino de la vida superando las diversas dificultades y sufrimientos que comporta; Él los consuela en la adversidad y en el fracaso; Él está presente en cada sacramento ofreciendo la gracia divina; Él ayuda a discernir en cada momento qué debo hacer y cómo debo hacerlo. Un modo muy práctico y muy sencillo de cultivar esta amistad es la repetición de alguna jaculatoria. Les propongo una muy sencilla: Espíritu Santo, fuente de luz, ilumíname. Ante las grandes decisiones de la vida, o ante los pequeños contratiempos, ante los sufrimientos íntimos, repitamos con sencillez: Espíritu Santo, fuente de luz, ilumíname.


2. Examinar nuestros pensamientos. No todos los pensamientos que llegan a nuestra mente y corazón son, por sí mismos, buenos. A veces, pueden ser tentaciones que nos presenta el demonio; a veces, pueden ser sugestiones que nacen de nuestras propias pasiones heridas por el pecado original. No siempre buscamos el bien como debiéramos, por ello, es necesario vigilar y enderezar la nave de nuestra vida. Seamos sinceros con nosotros mismos y desnudemos nuestra alma ante Dios para decirle, Señor, ilumíname, despréndeme de mí mismo. No permitas que me engañe, sino ayúdame en todo a ser sincero en el amor. Es el Espíritu Santo quien nos puede ayudar en esta magna empresa del desprendimiento de nosotros mismos, quizá la más importante de todas nuestra empresas.

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